Había una flor triste y solitaria,
en un jardín olvidado.
Era tan pequeñita, que todos se habían ido de la casa
y entre los arbustos la habían dejado.
Era más roja que el sol ardiente
pero nadie la veía desde la calle.
Aunque pensaba que algún día sería grande,
que un día crecería,
este día, en que todos se fueron,
la olvidaron.
Sus lágrimas, del tamaño de una hormiga,
corrían como un río por su tallo y sus espinas
y nadie oía sus gritos desesperados.
Pero fueron estas mismas hormiguitas,
las nobles obreras de la tierra
que a sus pies se habían quedado,
que llamaron a aquel niño que pasaba por la calle,
cantando, despreocupado.
Le hicieron cosquillas con sus paticas
y el niño no tuvo mas remedio que mirar;
y lo que miró fue lo más hermoso.
Era la flor más bonita que había visto,
con pétalos tan suaves y brillantes
como la seda que nunca había tocado.
Le dio un beso, el más amoroso,
secó sus lágrimas
y por la magia de su beso,
la pequeñita rosa creció.
Estaba tan feliz, que hasta el cielo se empinó.
Tocó al Sol y a la Luna,
con las estrellas bailó.
Se sintió libre y agradecida,
abrazó a su pequeño nuevo amigo
y en ese abrazo,
como el mismo universo, aquella amistad se hizo enorme.
El niño ahora es un adulto, todo un hombre
que cada día, con el primer rayo del sol,
antes de ir a trabajar,
sale al jardín de aquella casa que compró
y le da un beso y el mejor «buenos días»
a su eterna amiga, la flor.