Era su primera Navidad, así que pidió el mayor deseo que tenía su pequeño corazoncito y escribió en la carta para Santa: «deseo que todas las personas del mundo sean felices». La dobló y la puso en la bota de tela roja que su madre siempre ponía detrás de la puerta.
Al otro día, despertó antes de tiempo, con un sol violeta que le pegó en la cara. Cuando abrió los ojos y miró por la ventana, se quedó boquiabierto; no podía creer lo que veía. La tierra era rosada, como el algodón de azúcar y había muchísimos niños corriendo de un lado a otro, saltando entre ese pegajoso piso. Algunos comían pedazos de este rico dulce de algodón de azúcar y otros se los tiraban a la cara, riendo a carcajadas. Lloraban de tanta risa y se daban abrazos, embarrándose más el cuerpo. Pero lo más raro y gracioso era que todos esos niños eran los mismos adultos que conocía. Todos estaban convertidos en niños.
Se dio cuenta de que aquello no era más que un sueño, así que volvió a su camita y se tapó con la sábana de pies a cabezas.
Cuando despertó estaba muy feliz, porque sabía que Santa lo había oído y le había regalado el mejor sueño y la mejor idea para que su deseo se cumpliera. A partir de ese día, cada vez que un adulto se sentía triste, le decía:
–Come un poco de algodón de azúcar
Como era un niño muy noble, todos le hacían caso y al momento de probar el dulce, sus rostros mostraban una amplia sonrisa, de forma mágica.
Desde el Polo Norte Santa sonreía, pues ni siquiera tuvo tiempo de recibir la carta. Aquel pequeño niño había convertido su propio deseo en realidad con algo tan simple como soñar con un mundo de algodón de azúcar.
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