Publicado en A partir de 10 años

El pintalabios de Pedro. Capítulo 1

YO NO SOY UN VÁNDALO

—¡Pedro, ven aquí ahora mismo!

Pedro miró hacia la profesora y Ruth de forma interrogativa.

Toda la clase guardaba silencio intrigada y no era para menos. La profesora de matemáticas era la tutora del curso, y cuando su voz sonaba así de enfadada algo grave había ocurrido.

El cuchicheo aumentó.

—¡Silencio!

Pedro escondió algo en su bolsillo y se acercó despacio, bajo la atenta mirada de la clase y la sonrisa maliciosa de Ruth.

—Saca ahora mismo lo que has guardado en el bolsillo, Pedro.

No podía estar sucediendo, si mostraba a todos lo que guardaba y sin poder explicar porqué lo tenía, iba a ser muy embarazoso.

—No es nada señorita Carmina —contestó algo nervioso.

—Eso lo decidiré yo.

Despacio, Pedro puso encima de la mesa de la profesora un pequeño objeto. Algunos en la clase se levantaron para poder verlo mejor.

Como Pedro imaginaba, unos rieron y otros cuchichearon lanzando absurdas teorías:

—¿Véis cómo tiene novia? Os lo dije. —Pedro reconoció la voz de aquel comentario, era Gustavo, un chismoso sin remedio.

—¡Todos a vuestras sillas! Esto no va con vosotros y el siguiente que se levante tiene un punto negativo o se queda sin recreo, ya lo veré.

Los alumnos volvieron a sus asientos en silencio. La señorita Carmina solía ser muy justa, pero también era implacable. Mejor no enfadarla.

Pedro miraba a Ruth intrigado, mientras ella disimulaba una mueca de desprecio. Ya había sido advertido por ella sobre su inminente venganza pero jamás imaginó que sería tan pronto. <<¡Acabamos de empezar el curso!>>, protestó mentalmente.

—¿Por qué tenías un pintalabios escondido en el bolsillo? —preguntó la profesora con seriedad.

En cuanto la señorita Carmina dijo “pintalabios” toda la clase murmuró y hasta algunos rieron.

La profesora Carmina desconfía de Pedro, es injusto porque Pedro no puede decir porqué guarda un pintalabios en el bolsillo.

—Por nada, señorita Carmina, solo lo guardaba —respondió Pedro.

—Quizás no he preguntado correctamente: ¿para qué guardabas ese pintalabios? ¿Ibas a pintar algo en las paredes del colegio? —la profesora miraba fijamente al acusado y no se percató de la cara de triunfo que le que dirigía Ruth a su compañero—. Explícamelo Pedro.

—Es algo personal y no quiero compartir el motivo con usted y toda la clase —contestó Pedro tajantemente.

—Entonces lo compartirás conmigo y con el director —amenazó la profesora Carmina.

A Pedro no le dio tiempo de reaccionar, en cuestión de segundos su profesora lo agarraba bien fuerte del brazo y lo arrastraba hacia el pasillo.

—¡Ruth, tú también vienes!

Esa frase intrigó más a Pedro, no se explicaba qué pintaba Ruth en todo aquello.

Continuará…

Publicado en A partir de 7 años

Pico, Pato, Paco

Pico, Pato, Paco estaba muy sentadito,

esperando.

Los vecinos lo miraban asustados.

Todos pensaban,

«¿qué travesura estará tramando?»

La mala fama lo acompañaba

aunque lo cierto es

que más de una trastada causaba.

Pero, Pico, Pato, Paco solo esperaba

y su culito miraba.

Un huevo quería poner

y por más que apretaba

de allí no salía nada.

Pico, Pato, Paco solo  sabía,

que sus hermanas se sentaban

y el huevo ponían

luego lo acunaban entre sus patas

y un nuevo patito

entre cáscaras salía.

Pico, Pato, Paco allí estaba

observando su trasero

y nada de nada.

Pico, Pata, Paca, que por allí pasaba

le preguntaba qué pensaba.

Un huevito quiero poner,

pero de aquí no sale nada de nada.

—Ni nunca saldrá pues no eres una pata—

le contestó su hermana.

Autora: María José Vicente Rodríguez

Publicado en A partir de 7 años

El mundo de las hormigas

Después del almuerzo, cuando sus padres fueron a dormir la siesta, Mime salió al jardín llevando un cuaderno de notas y lápiz mientras pensaba el tema sobre el cual escribiría para su tarea. Se sentó en el borde de un escalón a la entrada de la casa y Duque, su perro que lo seguía a todas partes, se echó junto a él. Comenzó a imaginar historias de pequeños animales, de esos que siempre están en donde hay plantas y charcos de agua. Pensaba cual sería interesante para el trabajo.

En ese momento vio una hilera de pequeñísimas hormigas que en perfecto orden caminaban llevando trozos de hojas verdes. Unas iban cargadas y otras venían de regreso sin nada encima. Mime siempre sintió curiosidad por estos pequeños animalitos. No sería mala idea escribir sobre ellos. Pero no sabía mucho más de lo que veía. Pensó que sería más interesante saber lo que hacían cuando no estaban a la vista. Estaba con esa idea fija en la cabeza y de repente sintió sueño. Los párpados se le cerraban y su cabeza se caía de un lado y de otro. Se quedó dormido hasta que lo despertó el ladrido de su perro que permanecía a su lado. Al abrir los ojos vio el inmenso hocico con nariz negra muy grande y los ojos gigantescos del perro. Así fue como se dio cuenta que por un acto mágico, inexplicable, ahora era muy pequeño, diminuto. Se había convertido en una versión miniatura de Mime y veía lo gigante que todo parecía ser a su rededor.

Al comienzo le pareció muy emocionante aquello pero también sentía algo de temor ya que al ser tan diminuto podía ser atacado por algún animal. Decidió desplazarse, caminar entre la hierba que ahora eran para él como una gran selva. Las piedras regadas por todas partes, parecían montañas. Estando en aquel estado de asombro, escuchaba ruidos que no reconocía. Eran los que hacían las plantas al moverse por el viento. De pronto sintió un retumbar, como cuando oía en las películas el galope de caballos. Se apartó y se escondió entre hojas secas dispersas por el suelo y esperó a ver de que se trataba.  Sus ojos no podían creer lo que veía. Un ejército de hormigas más grandes que él, venían marchando en fila , con sus cargas de alimentos sobre sus lomos. Podía observar el detalle amplificado mil veces de los ojos, las antenas y las largas pata de los insectos. Era a la vez emocionante y aterrador. No quería imaginar lo que pasaría si una de esas negras hormigas lo viera y quisiera atraparlo como otro bocado de alimento. Esperó que pasara toda la hilera de enormes hormigas y fue detrás de ellas, cuidando de no hacer ruido para que no lo descubrieran.

Las hormigas seguían un camino ya trazado y comenzaron a descender por el orificio de una montaña de tierra en el suelo. Parecía que entraban por la boca de un volcán. Cuando todas habían pasado, las siguió y se desplazó por el agujero, aunque le costaba un tanto caminar entre los terrones grandes de tierra y cuidando de no caer rodando por la ladera que desembocaba al fondo de aquella cueva. 

Estaba en la propia galería de la colonia, en el hormiguero. Se ocultó en una grieta desde donde podía ver todo lo que allí pasaba. Las hormigas al entrar, iban hasta un espacio en donde depositaban los trozos de vegetación que cargaban. Se apilaba todo en una montaña de la cual otras hormigas de mayor tamaño tomaban partes de hojas y hierba que iban fraccionando para hacer trozos más pequeños. Otras se introducían los pedazos ya cortados en sus bocas y parecía que las masticaban, para luego devolver una pasta verde que depositaban a un lado. Más tarde sabría Mime que estaban fabricando una pasta vegetal que al fermentar serviría para cultivar un tipo de hongo el cual al nacer, sería el alimento para la comunidad.

El lugar, desde donde salían túneles en todas direcciones, estaba repleto de hormigas que iban y venían. Mime comenzó a sentir algo de miedo y además pensaba que ya era suficiente lo que veía. Se dispuso a salir del lugar. Con el mismo cuidado con que entró, se arrastró un trecho y luego comenzó el ascenso. Sin darse cuenta, pisó una piedra que se desprendió y rodó hacia el fondo. Algunas hormigas que estaban cerca vieron lo que ocurría y empezaron a caminar hacia él. Tuvo mucho miedo en ese momento. Tenía que escapar rápido del inminente peligro, no podía dejar que lo alcanzaran. Aceleró su paso y al estar en la salida del hoyo, deseó con todas sus fuerzas volver a ser de su tamaño normal. Cerró los ojos concentrándose en ello y al abrirlos tenía de nuevo su estatura. Respiró aliviado y vio a Duque que corrió hacia él mostrándose alegre al verlo de nuevo.

Mime entró a su casa. Fue a quitarse la ropa que estaba toda llena de tierra y se dio un baño.  Ya listo, se sentó en su mesa de trabajo y tomó el cuaderno y el lápiz. Tenía una gran historia que escribir y que compartiría en su próxima clase de ciencias.

Autor: Adalberto Nieves / Venezuela 2021

Nota del autor: este cuento es uno de los capítulos del libro MIME, publicado por el autor y que se encuentra en formato de ebook en la librería de Amazon KDP

Publicado en A partir de 4 años

Sara va al cole: las abejas.

Sara tiene cuatro años y estudia Educación Infantil. Hoy ha visitado con su clase “La Granja de las Abejas”.

Está muy contenta y no para de hablar. Su mamá Elena la escucha encantada.

En realidad ella no quería ir porque le dan mucho miedo los insectos, pero su Seño Maruja le dijo que iban a verlas a través de un cristal

–¿Te han gustado? – le pregunta su madre.

–Sí, mucho. Sobre todo el apitultor.

–¿¡El apitultor!?

–Sí, el hombre que se viste de astronauta para coger las abejas.

–¡Ah, el apicultor!– rio su mamá.

–Sí, eso quería decir. Las abejas se pegaban a su traje sin hacerle nada. ¡Y sabes!, todas viven en unas casas que se llaman colmenas: la abeja reina que es la que manda, los abejos…

–¿¡Abejos!?

–¡Los hombre abejas, mami!

–¡Ah, vale los zánganos!

–Eso los zán-ga-nos. Y también viven las abejas obreras que son las únicas que trabajan. Ellas beben un zumo muy dulce que tiene la flor, que se llama néctar. Lo guardan en la barriguita para llevarlo a su colmena, y fabricar la miel. Pero lo más importante no es que hagan miel, sino que cuando cogen el néctar, sus patitas se llenan de polen, y lo van llevando de una flor a otra; eso se llama polinización.

–Muy bien Sarita– le felicitó su mamá por decir bien la palabra– ¿Y por qué es tan importante la polinización?

–Porque es como nacen las flores, sin abejas no habría flores, y sin flores no habría frutos ni semillas. Y lo peor es que el apicultor nos ha dicho que las abejas se ponen malitas y se mueren. Y que nunca debemos matarlas.

–Así es hija.

–Cuando sea grande voy a ser médica de abejas, y las curaré para que haya muchas otra vez. ¡Espera!– dijo de repente Sara.

Mientra corría hasta donde estaba su mochila, y sacaba un tarrito de miel que le habían regalado en la granja.

–Toma para ti, es la miel más rica del mundo.

Lo abrieron y efectivamente era la miel más rica que nunca habían probado.

FIN

APRENDE NUEVAS PALABRAS:

Apicultor: Persona que se encarga de criar y cuidar a las abejas.

Colmena: Casa donde viven las abejas puede ser natural (la hacen ellas) o artificial( la hacen los apicultores).

Zángano: Abejas macho.

Néctar: Líquido dulce que se encuentra dentro de algunas flores.

Polinización: Es el viaje que hace el polen de una flor a otra.

Imágenes: Pixabay.

Publicado en A partir de 11 años

El organillero

En una esquina de la tranquila calle Independencia, el hombre del organillo toca melodías alegres, para disfrute de los que por allí caminan.

Los mayores recuerdan que siempre estuvo allí, en el mismo lugar y les parece increíble que ese personaje se vea siempre igual y no envejezca. Muchos dicen que es el fantasma del organillero que a mediados del siglo pasado tocaba el instrumento y era el modo como se ganaba la vida.

Hubo un tiempo en el que ese hombre había dejado de verse por el lugar y se temía que algo le hubiera pasado, pero un tiempo después reapareció ocupando su puesto. De eso hacía mucho tiempo, cuando los  mayores de hoy eran en esa época los niños que se acercaban para ver al hombre con el curioso instrumento y se divertían bailando contentos con la alegre música.

Todos pasaban por el lugar y lo miraban con simpatía. Tenía un rostro amable y parecía muy complacido de distraer a la gente. Tocaba su música desde que llegaba temprano en la mañana, hasta mitad de la tarde cuando se marchaba.

Los chiquillos, curiosos ante tan raro aparato, se detenían a observarlo y hacían bromas sobre su aspecto, el cajón de madera sobre ruedas y la manilla con la que el hombre activaba el mecanismo, pero también disfrutaban de las melodías.

La tarde del domingo, cuando pocas personas transitaban por esa avenida, ya que por ser día no laborable no abrían los locales comerciales, se oyó la música sonar.

Los vecinos más cercanos escuchaban asombrados, extrañados de que el organillero estuviera allí ese día y a esa hora. Alguien bajó de uno de los pisos superiores del edificio de la farmacia, con la intención de tomar un video con su móvil. La sorpresa fue tal que esta persona casi se desmayó al ver que no estaba el hombre ejecutante. El instrumento estaba apoyado sobre unas cajas de desecho y tocaba por sí sólo una conocida pieza musical.

Así continuó, tocando y tocando, una canción detrás de otra, sin descanso. Cuando atardecía, la música cesó.

No se escuchaba nada en la calle que a esa hora seguía vacía, todos descansaban en sus casas.

Cuando parecía que todo estaba normal, comenzó a sonar el organillo de nuevo, esta vez con más fuerza y una música muy alegre y movida.

La gente se asomaba por los balcones y veían que la calle estaba llena de gente: hombres, mujeres y niños que parecían sacados de una película antigua, con ropas y sombreros extraños.

Todos bailaban alegres, hacían rondas y aplaudía acompañando las melodías. Eran los fantasmas del pasado, gente que había vivido hacía muchos años en las antiguas casas que ya no existían, las que estuvieron en donde hoy se levantan los grandes edificios. Habían vuelto esa noche para celebrar todos juntos, un reencuentro de quienes fueron vecinos y amigos.

Así estuvieron bailando y cantando hasta justo la media noche. Cuando el reloj de la catedral dio las doce campanadas, dejó de escucharse la música. Los fantasmas fueron desapareciendo hasta que la calle quedó de nuevo vacía y en silencio.

Desde ese día no se volvió a escuchar el organillo. Desapareció para siempre. Solo quedó el recuerdo entre los actuales habitantes del sector.

Entre todos, reunieron fondos para encargar a un artista una escultura, réplica del hombre tocando el organillo, la cual fue colocada en un alto pedestal en la esquina en la que solía aparecer para tocar su música. De esta forma se recordaría por siempre al simpático personaje y su maravilloso organillo.

Autor: Adalberto Nieves

Publicado en A partir de 10 años

Hay alguien en la habitación de arriba.

La Navidad pasada mi padre nos llevó a conocer a su tía abuela, o sea, mi tía bisabuela, una señora muy mayor a la que yo no conocía y quien, según nos dijo él, era una mujer extraordinaria que había dado la vuelta al mundo varias veces.

Ahora, ella vivía en una casa enorme, muy vieja, que daba pavor, en la que nos recibió una mujer que cuidaba de la casa y de mi tía bisabuela. Dijo que la dueña dormía la siesta en ese momento y aprovechó para enseñarnos nuestras habitaciones. La de mis padres estaba en una punta del pasillo y la nuestra, en la otra, una distancia que me pareció exagerada para un sitio en el que solo vivían dos señoras mayores.

Me dio la impresión de que mi hermano pequeño y yo no le gustábamos, la mujer pidió a mis padres que los niños no estuviéramos correteando para no molestar a la señora y que no trasteáramos por ninguna parte. De manera que mi padre nos mandó a jugar al jardín, pero como fuera hacía un frío que pelaba, le dije a mi hermano que fuésemos a cotillear por la casa para ver qué encontrábamos.

Él me respondió que no quería meterse en problemas, pero yo no quería perder la oportunidad de conocer una mansión y decidí recorrerla entera yo solo.

Pensé que sería mejor comenzar la «Misión revelación», como la llamé, cuando estuvieran todos durmiendo. Por supuesto, yo iría muerto de miedo, pero con la linterna de mi móvil, podía ver hasta el último rincón de la casa.

Así que esa noche me dispuse a investigar la planta donde estaban mi dormitorio y el de mis padres. Era muy tarde y no había mucho que ver aparte de las fotografías de las paredes. Pero, entonces, empezó la pesadilla.

Unos golpes como martillazos se sucedieron uno tras otro y recorrieron el techo del pasillo hasta el final.

Allí hubo un estruendo como si se hubiera derrumbado algo. Quedé paralizado en mitad del corredor con el móvil en la mano y mirando al techo. Era en la planta superior y el misterio estaba allí, pero no podía moverme.

Había alguien en una habitación de arriba. Después de un rato grande, recorrió, de nuevo, todo el pasillo con ese espantoso ruido: «toc-toc-toc» y, al final, el estruendo.

Decidí que había investigado demasiado por aquella noche y dejé la misión para la siguiente. Cuando me levanté, conocí a la “bisa”. No me gustó, vestía ropas antiguas y llevaba un sombrero como las mujeres de las pelis en blanco y negro. Además, me pareció muy estirada.

Mamá me dijo que no estaba acostumbrada a los niños, pero que era una mujer interesante y mi padre se pasaba todo el tiempo embobado con ella escuchando las historias que su tía abuela había ido acumulando durante sus viajes.

Quise contarle a mi madre que no me gustaba la «bisa» y que en esa casa pasaba algo raro, pero no pude; la señora no soltó a mis padres en todo el día y llegó la noche sin poder hablarles.

Tenía que descubrir el misterio y salí de mi habitación a la misma hora de la noche anterior, los golpes recorrieron otra vez el techo del pasillo y al terminar, de nuevo, el estruendo.

Subí despacio y vi que salía luz por la rendija de una puerta. Alguien hacía ruidos dentro y, tras una hora, arrastró una silla y volvieron los golpes sobre la madera del suelo. Allí no había sitio donde esconderse; bajé y esperé a que quien fuera volviese a su cuarto. Cuando llegó, subí y encontré la habitación abierta, así que entré sin pensarlo.

Encendí la linterna y grité de espanto. Había tres esqueletos y dos mesas viejas con aparatos de tortura: pinzas, cuchillos, alicates, sierras. En las vitrinas, tarros con dientes, ojos y hasta una mano. Era la habitación del horror.

Alguien, seguramente con una pata de palo, vivía allí y, lo peor, era un psicópata asesino.

Bajé gritando y mis padres salieron asustados de su habitación. Mi madre se acercó a calmarme, pero no dio tiempo. Otra vez, los golpes recorrían el techo y todos miramos arriba aterrados.

—¡Ah! Ja, ja. Esa es mi tía con su andador —rió mi padre. Subió y dijo—: Agárrate a mi brazo. Yo te ayudo —Se produjo el estruendo otra vez—. ¡Pero, tita! ¡No tires el andador así! Luego dices que no te sirve.

Asomaron por las escaleras. La «bisa» estaba disgustada.

—No quiere que la veamos con el andador. Es muy coqueta —Mi padre sonrió a su tía abuela.

—¡Papá, tiene una habitación con esqueletos! —me chivé— ¡Y manos, ojos, corazones…!

Mi madre miró espantada a mi padre.

—Pero ¿qué dices, criatura? —se enfadó la «bisa».

—Ese cuarto es su laboratorio —explicó mi padre—. Es antropóloga y muy buena. Famosa en todo el mundo.

La «bisa» me clavó su mirada y me puse colorado como un tomate.

—¿Era eso lo que me querías contar? —preguntó mi madre.

—Sí, lo siento —murmuré.

—No te disculpes —dijo la «bisa»—. Es culpa de todos por no habernos sentado a charlar. Bajemos —ordenó— y os contaré mis aventuras.

—¡Oh, Dios! —exclamó mi madre.

Mi padre la acompañaba escaleras abajo y nos miró desolado.

—¡Oh, Dios! —repitió mi madre—. Ahora se pasará días contándonos historias de terror.

—Vaya —dije—. Ahora no sé qué será peor.

Olga Lafuente.

Publicado en A partir de 7 años

Las alas del príncipe Addlery.

Berry disfrutaba de un paseo por el cielo. Era la princesa del reino de las frambuesas, pero de vez en cuando montaba su Pegaso y volaban por los otros reinos, dejando detrás de ellos, una estela con los colores del arcoíris.

Llegaban a saludar a Dago, el dragón en el castillo de las hadas; después iban a las faldas del monte Dormilón, donde visitaban a Agatha la bruja, y comían galletas de chocolate, acompañadas con un té hecho con flores silvestres, patitas de araña y ojos de rana. De ahí, viajaban a la orilla de la isla, al barco de Peter el pirata, donde escuchaban alguna de sus aventuras de altamar.

Ese día, ya iban volando de regreso al reino de las frambuesas, y en medio del bosque, al lado de la meseta, escucharon un grito lejano que, cada vez, se acercaba más y más. La princesa volteó su mirada hacia arriba y vio que venía cayendo un joven grifo.

La criatura mitad águila y mitad león, pasó al lado de Berry.  La princesa no se lo pensó dos veces, rápido se hechó en picada tras él para rescatarlo. Tomó unas cuerdas mágicas y las lanzó a las garras del grifo. Él se sujetó muy fuerte. Poco a poco descendieron al pie de la meseta, hasta que tocaron el suelo.

—Gracias por ayudarme —dijo el grifo cuando recuperó el aliento.

—No es nada. Para eso estoy, para ayudar a todos cuando pueda —le contestó. — Tú, me pareces conocido. ¿Quién eres, joven grifo?

—Soy Addlery, el príncipe de los grifos.

—¡Ah! Pues claro, eres idéntico al rey Lowaddler, él es mi amigo. Yo soy Berry, la princesa del reino de las frambuesas.

—Mucho gusto Berry. Me encanta conocer gente nueva —dijo mientras se arreglaba el plumaje del pecho.

—El gusto es mío. Ahora tengo otra duda…

—Y ya se cual es: te preguntas cómo es posible que el hijo de Lowaddler no pueda volar. Pues te muestro… —Levantó sus alas para enseñárselas a la princesa. Ella vio que estaban muy pequeñas, con muy poco plumaje e incluso un tanto retorcidas. —Nací así, mis alas no son normales, no se desarrollaron bien. Mi padre pensó que con el tiempo tal vez se iban a enderezar, pero cada vez crecen más retorcidas y carecen de plumaje. Los demás grifos de mi edad, en lo alto de la meseta, se burlan de mi cuando mi padre no está.

—No te debiste lanzar desde esa altura hasta que no estuvieras seguro de poder volar.

—No salté. La verdad es que vi a los principiantes salir volando y los perseguí corriendo y dando brincos. Mi intención era llegar hasta la orilla de la meseta de los grifos, pero resbalé y nadie me vio caer… bueno, aparte de ti.

—Tienes muy buena suerte hoy.

—¿Con estas alas inútiles? ¿Crees que tengo suerte? —Agachó el pico, triste. Casi a punto de llorar.

—Pues sí. Por suerte pasaste a mi lado y te evité una caída mortal. Además, yo tengo la solución para eso que te molesta. Como ves, mi pony puede correr y volar, así como lo hacen los grifos. —Le dijo ella sonriendo.

—Todos menos yo —dijo, aun triste, pero esperanzado con lo que había dicho Berry.

—Por ahora. Vamos, trotemos hasta la casa de Agatha, mi amiga bruja. Ella tiene una escoba que vuela, y de seguro tiene un remedio para tus alas. Vamos Addlery, no es el fin del mundo.

Los dos emprendieron una carrera hasta que llegaron al monte Dormilón, a la casita de Agatha. Donde le explicaron la condición del príncipe.

—Claro, eso es fácil de hacer —dijo la bruja en cuanto les echó un vistazo a las alas del grifo. —Mi búho Xavi, nació con esa condición. Lo que hice, fue ir con los enanos de la montaña. Ellos son expertos en construir cosas de metal. Vayan con ellos, y pídanles unas alas de oro mágico. Van a querer un pago a cambio. Denles esta canasta con bizcochos de frutos rojos con pelos de gato blanco. Les van a encantar, los hice yo misma.

—Muchas gracias, Agatha. Eres la bruja mas buena que conozco.

—No es nada, tú has sido siempre tan amable, princesa Berry. —Le contestó sonriendo, y después mordió una manzana roja y jugosa de la que salió un gusanito. Después tomó el bicho y lo puso encima de una flor que estaba en el suelo.

Berry y Addlery se despidieron de la bruja, luego se pusieron en marcha hacia la montaña.

Los enanos siempre listos para trabajar, a cambio de bizcochos de Agatha, se pusieron manos a la obra muy rápido. Eran expertos en metales y piedras mágicas. Le entregaron de inmediato al joven grifo, unas alas doradas muy grandes, se ataban a su pecho con unos cinchos de vaquetas, muy resistentes. Las pequeñas plumas de metal eran tan livianas como las plumas reales, y en conjunto, el artilugio se veía espectacular, y sobre todo funcionaba increíble.

—Las alas irán creciendo, conforme el joven grifo las fuera necesitando.  Le incrustamos cinco piedras preciosas en línea, en la parte del centro. Una roja, una azul, una verde, una amarilla y un diamante. Son las que les dan el poder y la magia a las alas  —dijo Herman, el jefe de los enanos.

La princesa y el grifo le agradecieron. Luego empezaron a aletear con entusiasmo. Levantaron la polvareda y se elevaron en el cielo. El sol del atardecer hacía que las alas doradas brillaran esplendidas.

La meseta de los grifos era tan alta que, sobrepasaba las nubes. Hasta allá subieron los dos. Lowaddler, el rey de los grifos no podía creer lo majestuoso que se veía el príncipe Addlery, dando piruetas por los cielos. Contento aleteaba, haciendo un sonido metálico tan sutil, que lo hacía único y especial.

Los demás grifos jóvenes, invitaron a Addlery a pasear y a jugar carreras de velocidad. Admiraban las nuevas y hermosas alas de oro.

—Gracias Berry. Hiciste sonreír a mi hijo de nuevo. No hay manera de que te pueda recompensar lo que has hecho por él. —Le dijo el rey a su amiga de la infancia.

—Lowaddler, no tienes nada que agradecer. Lo importante es que el príncipe se sienta feliz, a pesar de que sus alas no sean de esas maravillosas plumas de grifo, como las tuyas —dijo Berry.

—Son mejores que las mías. Y por supuesto. Ahora Addlery es muy feliz —. Los dos amigos sonrieron.

Publicado en A partir de 11 años

«Coraje»; un Conejillo de Indias. Capítulo 1

Todos decían que se acercaba el fin del mundo, pero para mí el mundo estaba demasiado lleno de gente y cosas; era imposible que tuviese un final. Además, no podía ser tan malo. Claro que significaba el fin de la vida, del planeta, del universo, del cosmos, de la existencia de todo lo que conocían hasta el momento (o al menos lo que creían conocer), pero yo simplemente no podía creer que tal cosa tuviera tanta repercusión, porque sentía que había algo después de ese fin.

Una vez oí a la señora del pelo blanco que vivía en mi casa (la que me tenía un poco de miedo al principio; la abuela de mi cuidadora), decir algo que se me quedó grabado en mi peluda cabeza, para siempre. Cuando lo dijo sonó tan alocado que todos tomaron la actitud característica: oídos sordos a sus palabras. Evidentemente era otra de las crisis seniles que tenía con frecuencia. Todos decidieron obviar su comentario, como hacían habitualmente en esos casos, y centrarse en encontrar una salida al «fin» que tanto los agobiaba. Todos le restaron importancia a aquella frase, menos yo, la única mascota de la casa, y por tanto, no humana, pero al parecer, más perspicaz que todos ellos. Y no obstante no lo era tanto como aquella anciana arrugada cuando dijo: la salvación está al final del arcoiris.

Claro, que nunca creí que el arcoiris estuviera al final de aquel desierto, y que fuéramos nosotros los 126 elegidos para encontrar la única (última) fuente de agua en el planeta.

Así que, luego de la cantidad de gente y cosas acumuladas en aquel pedazo de tierra, todo se desmoronó y quedamos nosotros, unos indefensos e inútiles (o al menos eso creíamos ser; eso nos hicieron pensar las personas, que saben más que cualquier animal) curieles gordos y peludos en lo que sin dudas sí fue el fin del mundo.

¿Cómo desapareció todo, y todos? Quizá nunca lo sabremos. Pero tan repentino como la noticia de que sí había llegado «el fin del mundo», fue el hecho de vernos lejos de aquella tierra, lejos de todo, flotando en un globo aerostático, sobre una colosal destrucción.

Casi no recuerdo los detalles, pero sí la oscuridad y la devastación de todo lo que solía llamar «hogar». Yo era el único curiel rojo; siempre supe que era diferente, extraño (quizás por eso la anciana me tenía tanto miedo).

No sé si el color fue decisivo a la hora de escogerme, pero todos los que estábamos ahí teníamos algo diferente; grotesco, irrisorio, simplemente distinto al resto de nuestra especie. Algunos eran muy pequeños, casi del tamaño de una uña humana; otros, extremadamente grandes (a esos sí que la anciana les hubiese tenido puro pavor), del tamaño de perros o gatos jíbaros (yo trataba de no acercarme mucho a estos; me daba miedo que con su pata, de solo caminar, pudieran aplastarme).

Había unos con orejas muy grandes que apenas dejaban ver sus diminutas cabezas, y cada vez que había un sonido esos órganos se movían de tal manera que podías ver perfectamente sus tímpanos.

También estaban aquellos que tenían muchos bigotes que casi no dejaban divisar sus ojos ni su boca; con los pelos tan largos que llegaban hasta el suelo y se convertían en dos esteras que se tendían a ambos lados de sus cuerpos, como si fuesen velos de novia, de esos de cola larga que van siguiendo el recorrido hasta el altar. Y esos de patitas tan pequeñitas que prácticamente tenían que arrastrarse para caminar.

¡Tanta variedad! Realmente me asombró ver tantas particularidades en seres de mi mismo linaje. Yo solo era rojo; eso debía tener alguna relevancia o importancia especial, pero yo no veía más distinción que el color de mis pelos.

Continuará…

Todas las imágenes son tomadas de Canva

Publicado en A partir de 10 años, Cuento

La ladrona de contraseñas. Capítulo 9

CAPÍTULO 9

Pasaron unos días y Ruth recibió su castigo oficialmente por parte del colegio. En los recreos tenía que ayudar en las tareas de limpieza del patio. Debía poner las mesas de su curso en el comedor, y cuidar de los más pequeños. Además tenía que visitar a la psicóloga del centro cada jueves. Aún así, no se quejaba. Después de todo, era consciente de que había tenido suerte.

Cerca de las vacaciones de verano, Ruth pintaba el muro del colegio mientras veía a Andrés y Marta de la mano. Estaba furiosa, pero ahora eso le tenía que dar igual, recuperar a Cleopatra era más importante.

—¿Quieres un zumo? —el chico de la mesa de la primera fila, junto a la ventana, le tendía la mano con un zumo de piña—. Era el único del colegio que le había hablado en mucho tiempo. Odiaba la piña, tanto o más que a su prima Marta, pero agradecida y con una sonrisa se lo bebió.

Quién sabe, quizás aún había esperanza y Marta estaba cambiando.

FIN.