Varios personajes paranormales se han introducido en nuestro mundo. Para poder encontrarlos los cricigramas deberás realizar.









Varios personajes paranormales se han introducido en nuestro mundo. Para poder encontrarlos los cricigramas deberás realizar.
Juanjo era un chico de catorce años y, desde que tenía cinco, se había lamentado de no destacar en nada.
No era bueno en deporte, tampoco tenía buenas notas. Sus dibujos eran un horror, no tenía imaginación para escribir cuentos ni jamás había ganado un certamen de nada.
Su hermano mayor sacaba unas notas fantásticas y decía que iba a ser científico. Su hermana pequeña hacía de todo: pintaba, escribía, hacía figuras de barro y hasta diseñaba mapas de mundos fantásticos. Ella quería ser artista.
Una tarde, estaba tumbado en su cama pensando en las musarañas mientras se miraba al espejo del armario que tenía delante y, de repente, su reflejo se levantó y, sin salir del espejo, se puso frente a él mirándolo con los brazos cruzados. A Juanjo casi se le salió el corazón por la boca.
—¿Qué haces ahí «parao»? —le preguntó su imagen con un tono chulesco.
Juanjo se abrazó, aterrorizado, a sus rodillas y escondió la cabeza entre ellas diciéndose que debía de estar soñando.
—¡Eh, psshh! —Oía Juanjo que lo llamaba su reflejo—. Que ¿qué haces ahí «tirao»? te estoy preguntando.
—Esto no puede estar pasando —murmuraba Juanjo sin levantar la cabeza.
—¡Anda que no está pasando…! —respondió de forma burlona la aparición—. Está pasando, como que tú y yo nos llamamos Juanjo.
Juanjo seguía sin mirar al espejo cubriéndose la cabeza con las manos.
—¡Pero muévete! —alzó la voz el reflejo— ¡Haz algo! ¡Siempre te quedas parado!
—Pero ¿qué estás diciendo? —reaccionó Juanjo— ¿Tú qué sabes?
—Pues lo sé todo —respondió más tranquilo el reflejo—. Yo estoy detrás de todos los espejos a los que tú te asomas desde que nacimos. Y te conozco mejor que nadie. No haces más que compadecerte de ti, pero no haces nada.
—¡Déjame en paz! Yo no soy bueno en nada y ya está.
—Sí lo eres —insistió el del espejo—. Te doy cinco minutos para qué pienses que es lo que más te gusta hacer. No me refiero a asignaturas de clase, sino a eso en lo que te pasarías el día entero haciendo por gusto.
—No necesito cinco minutos para pensarlo —respondió Juanjo más sereno—. Siempre he disfrutado viendo cómo hacen pasteles y tartas. Esas que llegan a tener un montón de pisos o las que están cubiertas de cremas de todos los colores y…¡ah, sí, espera! las que tienen formas increíbles como animales, castillos, juguetes… —Juanjo estaba súper entusiasmado hablando de lo que podía hacer un pastelero.
—Diles a tus padres que es eso lo que te gusta y para lo que quieres prepararte.
—Nooo, ¿qué dices? —respondió Juanjo divertido—. Eso no lo dan en el colegio.
—Pues di que te apunten en alguna academia de pastelería —insistía el reflejo.
—No —seguía Juanjo muy poco convencido—. Tiene que ser muy complicado.
—¿Por qué? —preguntó el reflejo.
—Hum, no sé. A lo mejor no admiten a niños o… costará mucho dinero… o… seguro que mis padres no quieren.
—Pero ¿quieres dejar de poner excusas? —El reflejo ya estaba enfadado—. Queremos ser pasteleros. Es lo que siempre hemos querido desde que empezamos a comer pasteles. Bueno, desde que empezaste tú y yo te copiaba en algún espejo. Pero quiero verme con el traje de pastelero y embadurnado de dulce. ¡Lo estamos deseando y tú solo pones pegas! ¡Empieza ya!
Se fue al salón donde estaban sus padres viendo la televisión.
—Papá, mamá, quiero ser un gran pastelero y me gustaría empezar a prepararme para eso.
Los padres lo miraron sorprendidos por esa confesión tan repentina, pero su madre sonrió y dijo:
—Ya lo sabía, Juanjo. Siempre te ha encantado. No sé por qué has tardado tanto en decirlo.
Olga Lafuente.
Pitete era un cometa al que le gustaba jugar a saltar de estrella en estrella. A Pitete le hacía mucha gracia cuando al acercarse a una estrella, ésta tomaba aire y más aire hasta que su tripa se inflaba tanto que cuando llegaba Pitete, rebotaba y era lanzado de estrella en estrella.
Todas temían la estela de Pitete, pues con un solo roce de su gran cola les hacía mucho daño, pero nunca se lo habían dicho al cometa.
Y así iba él, de estrella en estrella jugando y saltando.
Una noche, una estrella ya muy mayor, aún estaba adormilada y no vio a Pitete; no tomó aire, ni infló su tripa y por ello el cometa no rebotó. Cayó en ella y sin saber él lo que sucedería, hizo un agujero en el cuerpo de la estrella dejándola sin una patita.
Una parte de Pitete se enfrió, porque las lágrimas de su tristeza no aguantaban el dolor de la estrella. Poco a poco fue menguando hasta quedar dormido.
—¡Despierta, niño! No te quedes en mi regazo y mira— le dijo la estrella señalando a una pequeña luz que brillaba, delante de ellos. —No estés triste, niño, que algo hermoso ha sucedido.
—¿Qué es? —Dijo Pitete secándose otra lágrima.
—Es un nuevo cometa que se ha creado con el golpe. Lo llamaremos Antón ¿Qué te parece?
—Me gusta mucho su nombre. ¿Por qué él no tiene cola como yo?
—Porque tiene que crecer, así eras tú hace muuuucho tiempo, pero no lo recuerdas. ¡Anda ve a jugar con él!
La estrella animó a Pitete que comenzó a brillar de nuevo con gran intensidad y marchó con su nuevo amigo.
—Correréis y viajareis por todo el universo. Ya me contareis lo que vais viendo, queridos niños.
Desde entonces, Pitete ya no juega a saltar de estrella en estrella, ahora juega con Antón a hacer carreras y bonitas piruetas.
Autora: María José Vicente Rodríguez
…
Continuación de https://revistacometasdepapel.com/2022/09/17/ni-un-escarabajo-pelotero-los-viajes-de-lotay-1-parte/
—Y lo mismo pasa con las mariposas —continuó el maestro jardinero —. Ellas hacen la misma función.
—En eso sí tienen la culpa los de la ciudad —protestó uno de los padres —, con toda su contaminación están destruyendo nuestros campos.
Los demás padres y madres le dieron la razón y se pusieron a discutir entre ellos por el daño que les estaban haciendo los de fuera.
—¡Alto ahí! —cortó el maestro agricultor—. Vamos a empezar por nosotros y seguro que encontraremos la razón.
—Sí —continuó el maestro explorador—. Vamos a aclarar ya esta situación y a aprender qué estamos haciendo mal.
—¡Imposible! —se quejó otro de los padres—. Nosotros llevamos una vida sana respetando el medio ambiente. Amamos la naturaleza, y los niños también.
—Siempre hay algo que mejorar. Nadie es perfecto —Quiso apaciguar el maestro explorador—. Que desaparezcan los insectos no solo es culpa de la contaminación de otras ciudades…
—Es cierto —interrumpió el maestro agricultor —. También puede pasar que nos hayamos dedicado más a plantas que no son del gusto de las abejas. —Miró al maestro jardinero—. ¿Qué flores estás cuidando?
—Ah. Mis flores —el jardinero sonreía al pensar en ellas—. Llevo un par de años creando un inmenso jardín de las flores más hermosas: dalias, tulipanes, geranios y rosas, magníficas rosas majestuosas de muchos colores, y todas rodeadas por un enorme seto de un verde espléndido.
—¿Y sabes qué pasa con esas flores? —le preguntó el maestro agricultor entrecerrando los ojos como si estuviera en medio de una investigación.
Todos los demás, niños y adultos, rodeaban a los maestros como si estuvieran presenciando el descubrimiento del autor de un terrible crimen.
—¿Qué les va a pasar? —Se defendió el maestro jardinero—. Que son hermosas y la envidia de cualquiera que quisiera tener un jardín como el mío.
—También son las que menos gustan a los insectos —contestó el maestro explorador—. Parece mentira que no lo sepas.
Eso dolió mucho al maestro jardinero.
—Mi trabajo es tener flores y plantas sanas y si además son preciosas, no veo el problema.
—Pues sí que lo hay —atajó el maestro agricultor — cuantos más pétalos tienen las flores, más difícil es para las abejas conseguir néctar para sus colmenas y si ese jardín está rodeado por un inmenso bosque, los insectos se irán a otros lugares.
—Puedes tener un precioso jardín, pero sin olvidarte de nuestras flores de siempre, las silvestres. Son las que siempre han gustado a los insectos que buscan néctar —dijo el explorador al jardinero al verlo tan desilusionado.
—Esta es la razón por la que no debemos culpar a los de afuera de nuestros problemas —Se volvió el maestro explorador a todos los que estaban allí—. La culpa puede ser nuestra. El río arrastraba restos porque echamos a los castores de su hogar, los hongos que acababan con la podredumbre estaban casi extinguidos porque son lo que más nos gusta comer…
—Y, ahora las plantas del huerto dejarán de producir sus frutos porque las abejas que llevan y traen el polen de unas plantas a otras se están yendo, y todo porque he descuidado las flores que a ellas les gustan —continuó el maestro jardinero cabizbajo.
—Así es —siguió el explorador—. Yo también tengo mucha culpa. He descubierto que en mis viajes dejo mucha basura tirada en la montaña sin darme cuenta. Como veremos ahora cuando regresemos a nuestro campamento antes de volver a casa.
—Y nosotros empeñados en ir a quejarnos a los de la ciudad… — dijo la madre de Lotay.
—Pero nos hemos dado cuenta a tiempo para rectificar, ¿verdad? —preguntó otro de los padres—. ¿Ahora podremos curar la morera?
—Bueno…eso es algo que tenemos que aclarar los tres —respondió el maestro agricultor mirando al explorador y al jardinero—. Lo de la morera fue una excusa que utilizamos para hacer este viaje y aprender de nuestros errores.
—Lo que le pasa a nuestra morera —continuó el maestro jardinero— es que tiene muchos años y, poco a poco, nos irá dejando.
—Pero ¿no podemos hacer nada para evitarlo? —suplicó Lotay.
Todos los niños y algunos padres también se mostraron preocupados. No querían perder al imponente árbol que estaba con ellos desde hacía generaciones.
—Sí, Lotay —respondió el maestro explorador dirigiéndose a todos—. Sí podemos hacer algo, cuidarla como la abuelita que es y mantenerla en el entorno sano y hermoso en el que siempre ha estado hasta que nos deje. Estoy seguro de que con vuestros juegos y compañía será muy feliz. ¡Venga! —animó para quitar hierro a ese triste asunto. Se puso la mochila a la espalda y se dispuso a andar—. Volvamos a casa. Dentro de nada, tendremos una nueva excursión.
—
Olga Lafuente.