Publicado en A partir de 4 años, Cuento

El abuelo Alberto por Santiago@SHojalata(autor invitado)

El Abuelo Alberto llevaba tiempo preparando una cometa: «Será la mejor cometa del mundo y se la regalaré a mi nieto— decía».

Era una cometa llena de color, con hilo suficientemente largo para volar, como la imaginación en los sueños de los niños. Y con jirones resistentes, para que no cualquier viento pudiese derribarla o romperla.

Era la mejor cometa, más bonita que las que se vendían en las tiendas. Sobre todo, porque estaba fabricada con las manos gastadas del buen Alberto.

Esa tarde, hubo mal tiempo… y la tarde siguiente también. Pero al fin llegó el día perfecto. El abuelo se fue a la plaza. Solo, como tantas veces.

Mientras caminaba, recordaba lo maravillosa que había sido su vida con su amada Isabel. Pero por cosas del destino, no pudieron tener hijos.

Los años pasaron, Alberto e Isabel se amaban y siempre estaban rodeados de amigos y los hijos de estos. Pero un día, Isabel partió al mundo de las estrellas. Y poco a poco, sus días se fueron llenando de soledad. Así, ideó un plan, para que a ningún niño del barrio le faltasen juguetes.

Al fin llegó a la Plaza, al poco tiempo vio a un niño que no tenía amigos ni hermanitos para jugar. Su mamá lo animaba a que se acercase a otros niños, pero el pequeño era tímido.

El abuelo, con su rostro bonachón, se acercó primero a la mamá, ofreciendo la cometa para su hijo pequeño. Lucía conocía de vista al abuelo, era alguien popular y querido en el lugar, por su noble y desinteresado corazón. Por supuesto, le dio una gran alegría que quisiera compartir su hermosa cometa con su pequeño.

Minutos después, presentación mediante, ahí estaba Alberto, con una sonrisa radiante y su nieto — por esta tarde — llamado Matías o Mati, como le decía su mamá.

No importaba que Mati no supiera remontar la cometa. No importaba que no fuese su nieto. Esa tarde, abuelo, nieto y madre; disfrutaron todos juntos jugando con la cometa. Y además, el pequeño, se animó a compartirla, con otros niños, que desde hoy serían sus amiguitos.

Un día más, Alberto, el abuelo del barrio, se fue a su hogar con una sonrisa en su rostro, feliz de tener otro nieto, con quien jugar y compartir sus juguetes fabricados a mano.

Recuerda: si te sientes solo no pierdas la esperanza, siempre habrá alguien dispuesto a jugar contigo.

Autor:

Santiago Pereira Yaquelo.

@SHojalata

Ilustraciones: Pixabay.

Publicado en A partir de 4 años

Sara va al cole: el Belén de Infantil.

Se aproximaban las vacaciones de Navidad, y en el cole de Sara los niños tenían que hacer el Belén de Infantil. Los maestros repartieron las tareas: unos harían las figuras, otros las casitas y los árboles; y el resto los animales. 

—Recordad que todo tiene que estar terminado el miércoles— dijo la Seño de 1º A.

¡Ufff, qué nervios! ¡Faltaban solo tres días!

Cuando Sara llegó a su casa enseguida se puso a gritar:

—Mamá corre vamos a ponernos los abrigos, tenemos que comprar muchas cosas para el Belén.

Su madre le pidió que se tranquilizara y que mientras merendaba le contara lo que tenía que hacer. Así entre sorbo y sorbo de leche se enteró del gran acontecimiento: a Sara le había tocado el Ángel.

—La seño Maruja quiere que lo haga de plastilina. Entonces pesará tanto que no podrá volar. ¿Me vas a ayudar?

—Claro hija.

Así que se pusieron a buscar materiales. Un canuto de cartón fue el cuerpo, al que Sarita pegó un precioso papel dorado, que sirvió de vestido. La cabeza fue un trozo de cartulina en la que su madre Elena, pintó unos ojos enormes para que vieran muy bien el cielo. De la misma cartulina nacieron las alas, y de un ovillo de lana amarillo, una cabellera de revoltosos rizos.

— ¿Qué te parece mamá?

—Es encantador.

—Bueno está un poquito gordito, pero es que le gustan mucho las nubes. Le voy a llamar Angelote.

Y por fin llegó el miércoles. Hacía un frío tremendo y llovía. Decidieron meter a Angelote en una caja para que no se mojara. Sarita además le puso una sombrilla de papel, de esas que ponen en los helados de verano.

Fue un día inolvidable, todos los niños ayudaron por turnos a montar el Belén. El resultado no dejó indiferente a nadie. Algunas ovejas eran más grandes que los pastores. El Niño Jesús verde, porque Manuel el de 2ª B no tenía plastilina de otro color. La virgen María amarilla, y San José marrón. Los Reyes magos resultaron ser siete.

Uno de los pastores iba en silla de ruedas. Luis que era un empollón dijo que no podía ir en silla de ruedas porque todavía no las habían inventado.

—Y las luces tampoco— dijo la seño Maruja.

Y todos se rieron porque el Nacimiento estaba iluminado por muchas lucecitas de colores.

Por tener, tenía hasta un dinosaurio, que pusieron al lado del buey porque el Niño Jesús quería tenerlo cerca.

El Belén de Infantil era diferente, con figuras o muy grandes, o muy pequeñas. Algunas hasta sin cabeza, pero ninguna fea, porque ser diferente no te hace menos que nadie, sino especial.

Cuando terminaron las clases Angelote no estaba en el Portal. Lo buscaron por todos sitios sin encontrarlo. Los niños miraban a Sara pensando que se pondría muy triste, pero ella estaba muy contenta. ¿Y sabéis por qué estaba tan feliz? Porque ella había visto como Angelote volaba hasta el azul del cielo.

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Haz manualidades con Sara: Angelote

Necesitamos:

-Un canuto de cartón (de los de papel higiénico).

-Cartulina o papel blanco para la cabeza y las alas.

-Cartulina o papel de otro color para el vestido.

-Lana o cinta de regalo para el pelo.

-Rotuladores de color negro y rojo para dibujar la cara.

-Pegamento, tijeras y cinta adhesiva.

Cortar un trozo de cartulina blanca y otro más grande de color, y pegarlos al canuto de cartón. Puedes ponerle un lazo o una cinta que los separe.

Con la cartulina blanca dibujar unas alas, y pegarlas por la parte de atrás con cinta adhesiva.

Enrollar la lana en un cartón hasta hacer una madeja. Atarla por el centro. Y cortar los extremos. Pegar con cola en la parte de arriba del canuto de cartón. y con las tijeras cortar la lana hasta darle la forma que nos guste, o si quieres puedes hacerle una coleta.

Pintar los ojos y la boca, te puede ayudar alguien.

Pide ayuda aunque no sea difícil, porque hacerlo en familia es mucho más divertido.

Publicado en A partir de 4 años, Cuento

Manuela y el unicornio de trapo.

Manuela galopa fantasías de niña a lomos de un unicornio de felpa. ¡Cómo corren entre las nubes y vuelan en las estrellas! Su unicornio es amigo de todos los planetas.

—¡Hola , señor Marte! ¿Cómo va con sus guerras?

—Ganando, siempre ganando.

— Señorita Venus, ¿cómo puede ser tan bella?

—¡Ah¡… Es el amor el que me embellece. 

—Señor Saturno, ¿cómo puede tener tantos anillos? 

—Es que me encanta jugar al hula hoop.

Y sobre todo es amigo de Manuela. Entre correrías y vuelos se ha ensuciado de arena. La niña lo baña, y con un peine de caracolas, peina sus crines de colores. Luego lo seca y abrillanta su cuerno dorado. 

Es la hora de dormir. Los dos duermen abrazados. Manuela le da un beso de buenas noches y él le lame los mofletes. Sueñan que cabalgan por el país de los sueños. El unicornio tiene alas de Pegaso, y ella es una valiente guerrera que lucha contra las pesadillas.

De repente, el monstruo que duerme debajo de la cama, aparece delante de ellos. Es un enorme dragón que echa fuego por su boca. Manuela lejos de asustarse, le regaña:

—¡Señor Dragón, no le da vergüenza! Tiene usted que ser bueno. Su fuego puede quemar a mi unicornio de trapo. 

El señor Dragón le pide disculpas, y le dice que las llamas son para poder ver por la noche, porque tiene mucho miedo de la oscuridad. La niña Manuela le hace un sitio en la cama. Y ahora duermen los tres abrazados. 

¡Shhhhh! No hagas ruido al cerrar el cuento para no despertarlos. 

(Dedicado a Manuela, nieta de Rocío)

Ilustraciones: Pixabay

Publicado en A partir de 4 años

Sara va al cole: las abejas.

Sara tiene cuatro años y estudia Educación Infantil. Hoy ha visitado con su clase “La Granja de las Abejas”.

Está muy contenta y no para de hablar. Su mamá Elena la escucha encantada.

En realidad ella no quería ir porque le dan mucho miedo los insectos, pero su Seño Maruja le dijo que iban a verlas a través de un cristal

–¿Te han gustado? – le pregunta su madre.

–Sí, mucho. Sobre todo el apitultor.

–¿¡El apitultor!?

–Sí, el hombre que se viste de astronauta para coger las abejas.

–¡Ah, el apicultor!– rio su mamá.

–Sí, eso quería decir. Las abejas se pegaban a su traje sin hacerle nada. ¡Y sabes!, todas viven en unas casas que se llaman colmenas: la abeja reina que es la que manda, los abejos…

–¿¡Abejos!?

–¡Los hombre abejas, mami!

–¡Ah, vale los zánganos!

–Eso los zán-ga-nos. Y también viven las abejas obreras que son las únicas que trabajan. Ellas beben un zumo muy dulce que tiene la flor, que se llama néctar. Lo guardan en la barriguita para llevarlo a su colmena, y fabricar la miel. Pero lo más importante no es que hagan miel, sino que cuando cogen el néctar, sus patitas se llenan de polen, y lo van llevando de una flor a otra; eso se llama polinización.

–Muy bien Sarita– le felicitó su mamá por decir bien la palabra– ¿Y por qué es tan importante la polinización?

–Porque es como nacen las flores, sin abejas no habría flores, y sin flores no habría frutos ni semillas. Y lo peor es que el apicultor nos ha dicho que las abejas se ponen malitas y se mueren. Y que nunca debemos matarlas.

–Así es hija.

–Cuando sea grande voy a ser médica de abejas, y las curaré para que haya muchas otra vez. ¡Espera!– dijo de repente Sara.

Mientra corría hasta donde estaba su mochila, y sacaba un tarrito de miel que le habían regalado en la granja.

–Toma para ti, es la miel más rica del mundo.

Lo abrieron y efectivamente era la miel más rica que nunca habían probado.

FIN

APRENDE NUEVAS PALABRAS:

Apicultor: Persona que se encarga de criar y cuidar a las abejas.

Colmena: Casa donde viven las abejas puede ser natural (la hacen ellas) o artificial( la hacen los apicultores).

Zángano: Abejas macho.

Néctar: Líquido dulce que se encuentra dentro de algunas flores.

Polinización: Es el viaje que hace el polen de una flor a otra.

Imágenes: Pixabay.

Publicado en A partir de 9 años

Sonrisas pintadas

El inicio del curso siempre suponía un torbellino de emociones para los niños, la gran mayoría se alborotaban ilusionados; otros como los pequeños que empezaban Educación Infantil, con angustia. Violeta pertenecía a este último grupo, aunque ella entraba a Cuarto de Primaria. Su zozobra era tal, que justo un día antes de incorporarse a las clases se puso enferma con febrícula y vómitos. Sus padres no quisieron forzarla, la dejaron en casa intentando animarla pues sabían muy bien que la causa de su enfermedad era la ansiedad.

Violeta era una niña encantadora, allí donde miraba encontraba la alegría. En su ya hermoso rostro, siempre lucía una sonrisa; y eso que la vida no se lo había puesto fácil, con solo dos años le detectaron pérdida auditiva. Empezó poquito a poco como un ladrón sigiloso de sonidos que le iba robando las voces de su seres queridos; los ladridos de Tobi, su cachorrito; el rugir del viento…

Desde ese día las audiometrías, las pruebas y tratamientos fueron algo habitual. Por más que buscaron no encontraron ninguna anomalía, ninguna causa contra la que luchar. Su familia no dedicó ningún segundo en lamentaciones. Pronto todos se dedicaron a aprender el lenguaje de signos. Unas veces los gestos no eran lo que tenían que ser; pero siempre, bien o mal, intentaban que fuera una tarea divertida.

Con el tiempo Violeta presumía de ser bilingüe: por un lado sabía hablar con las manos y por el otro con la boca. Eran idiomas diferentes pero ambos ricos en el milagro de la comunicación. Y cuando todo se hacía muy cuesta arriba contaba con el lenguaje universal del amor: las sonrisas, los abrazos, las miradas que derriten el corazón, el sentirse querida y capaz de todo.

Los ojos de Violeta eran negros y brillantes, su madre decía que tenían estrellas y que por eso brillaban tanto. Así debía de ser porque eran realmente mágicos. Con ellos escuchaba todo lo que pasaba alrededor, ayudando a desentrañar lo que muchas veces los sonidos le velaban. Si se fijaba bien, Violeta leía el alma de los que la rodeaban: sus mentiras, sus sueños, sus penas, sus intentos de aparentar lo que no eran. ¿Por qué los humanos solían decir una cosa y sentir otra distinta? Eso era un misterio que no conseguía resolver.

Con sus primeros audífonos el mundo sonoro fue un regalo que no se cansaba de explorar. Aunque les costaba entender el lenguaje oral, sus ojos mágicos le ayudaban en esta tarea. Era una niña feliz, agradecida a pesar de que el mundo estaba hecho para los oyentes, y de que en cada momento encontraba barreras que le dificultaban su aprendizaje y su vida diaria.

La pandemia hizo que este mundo construido con tanto esfuerzo se derrumbara como un castillo de naipes. De nada servían los ojos para ver el alma, de nada los gestos, ni las palabras que dibujaban los labios y que Violeta era tan capaz de entender. Las mascarillas lo tapaban todo y además las voces que tanto le costaba escuchar, le llegaban muy distorsionadas. Tampoco podía acercarse para oír mejor. Violeta se sentía aislada, iba a clase y no se enteraba de nada, no entendía ni a los profesores, ni a sus amigos. Comenzó a sentir una tristeza tremenda, tan grande y honda, que sus hermosos ojos de color negro dejaron de brillar.

Desde el colegio hicieron todo lo posible para que le asignaran un intérprete de signos, pero fue un intento vano. Los profesores se afanaban para ayudarla, pero ellos mismos se encontraban desbordados intentando que nadie tocara, abrazara o se acercara a otro… Con niños más distraídos que de costumbre, asustados, estresados…

Así el comienzo de un nuevo curso, no venía cargado de ilusiones para Violeta. Nadie sabe la impotencia que se siente cuando estando con tanta gente alrededor, las barreras te aíslan de todos, como si estuvieras solo en el mundo. Pasadas esas dos semanas iniciales en las que enfermó, llegó la hora para ella de incorporarse a las clases. Sus padres habían intentado animarla diciéndole que todo iba a estar mejor, pero ella había perdido toda esperanza.

Al llegar al colegio, le esperaba una gran sorpresa: todos, niños y profesores habían pintado en sus mascarillas una sonrisa; unas mejores que otras, pero todas dibujadas con la intención de que Violeta pudiera leer de nuevo el alma de la gente. Y conforme iba pasando entre ellos, sus manos la saludaban con el lenguaje de los signos, unas decían «¡hola!», otras «¡bienvenida». Además en su clase sus compañeros se habían esforzado mucho en mantenerse en silencio para que sus voces no silenciaran la de los maestros; y cuando alguien quería hablar levantaba la mano y se colocaba delante de Violeta para que ella pudiera escucharlo. La «Seño» escribía lo más importante en la pizarra…

Fueron muchas las pequeñas atenciones a lo largo de la jornada lectiva. Al volver a casa su desazón había desaparecido. El curso no sería sencillo pero con la ayuda de los demás sería mucho más fácil superarlo. Esa noche, como de costumbre, las estrellas volvieron a brillar en sus ojos.

Si estás leyendo esta historia, piensa que tú puedes ser la sonrisa pintada en la vida de quien pueda necesitarla.

(Fotografía de portada: Pixabay).

Publicado en A partir de 6 años

Fantita

pixabay.com

Mamá elefanta nunca olvidaría el día en que nació Fantita, fue un lluvioso 12 de enero, después de veintidós meses de larga espera. La alegría inicial pronto se tornó en preocupación, la pequeña tenía las dos patas delanteras torcidas, con la imposibilidad de apoyarlas en el suelo. Inmediatamente la llevaron al veterinario especialista en paquidermos, pero a pesar de los tratamientos y de la rehabilitación, el bebé no mostró ninguna mejoría por lo que las esperanzas de que un día pudiera caminar eran muy remotas.

A ella parecía darle igual, siempre miraba a su alrededor con ojos sonrientes, y se arrastraba velozmente detrás de los demás animales participando como uno más en los juegos. Así transcurrió casi un año, hasta que un día la tatarabuela Mina, que era una gran experta en arreglarlo todo, la aupó con su trompa en el aire, y sin saber como, Fantita equilibró sus cuatro patas en el suelo y pudo andar. A los pocos días corría tanto que ya nadie se acordaba de su discapacidad.

Los primeros años de su vida pasaron pronto, entre baños en la ciénaga y en el río. Y muchas regañinas para que no corriera, porque los elefantes aunque sean niños pesan mucho y su cuerpo se resiente, y muy a pesar suyo comenzó a comportarse como los demás esperaban que lo hiciera.

Cuando cumplió los cinco años se dispuso todo para que iniciara su aprendizaje en el colegio. Pronto destacó sobre los demás animales pues tenía una memoria prodigiosa. Era capaz de recitar de carrerilla toda la lista de los primeros habitantes de la selva, que ocupaba ni más ni menos que cuatro tomos.

Su maestra la chimpancé Rita, mandó llamar a sus padres para proponerles que apuntaran a Fantita a clases extraescolares de «Turbo-Memoria». 

¡Qué contenta estaba mamá elefanta! Su hija  iba a continuar la tradición familiar de sabelotodo. Estaba tan feliz que se llegó a la sombrerería y le compró un birrete de empollona. 

Por el contrario que decepción se llevó Fantita. Ella esperaba que la hubiesen dejado escoger, por ejemplo ballet.

—¡Ballet!  —dijo la tía Gertru —, pero querida sobrina si pesas casi mil kilos, te romperás los colmillos.

La pequeña elefanta no estaba dispuesta a entrar en razón. Si no podía bailar pues se apuntaría a gimnasia rítmica.

—¡Imposible! — gritaron todos a la vez — . Los elefantes no podemos hacer nada que suponga un gran esfuerzo físico, pesamos demasiado, ¡acéptalo! 

Esa noche Fantita lloró por primera vez en su vida. Ella en realidad no quería bailar, ni ser gimnasta; su sueño era ser corredora, todas las noches soñaba con que se calzaba unas zapatillas de deporte  y corría junto al guepardo y la liebre. 

Los siguientes días hizo lo que le pedían, aprendió todas las listas de las flores, y las de los insectos; y miles y miles de datos que solo un cerebro privilegiado como el suyo era capaz de retener. Y mientras lo hacía miraba de reojillo a los animales que corrían en las pistas de atletismo.

Ocurrió que la tristeza que llevaba por dentro apagó su alegría, y poco a poco se convirtió en una elefanta callada y melancólica. Su mamá la llevó al médico. En la consulta le hicieron infinidad de preguntas y de pruebas. Dos semanas después el doctor Búho reunió a la familia para comunicarles el diagnóstico. Todos estaban preocupados, la pequeña había perdido mucho peso y se esperaban lo peor. 

El doctor les dijo que la paciente estaba sana. Inmediatamente se escuchó un murmullo de alivio. 

—Pero… — continuó— ,su alma  está enferma.

El silencio fue sepulcral. Nunca jamás a ningún elefante le había ocurrido algo así. El médico les aconsejó que la escucharan para conocer que le hacía tan desdichada. 

Así que esa noche hubo reunión familiar. Las tías, los primos, las abuelas, los padres y la tata formaron un corro alrededor de la elefantita. Y le pidieron que hablara. Ella miró uno a uno a los ojos de sus seres queridos, había tanto cariño en ellos que poco a poco se sintió confiada y les contó su deseo de correr. Esta vez nadie la interrumpió, y la escucharon con absoluta entrega. 

Ella a pesar de haber nacido con una discapacidad que le impedía andar, nunca se sintió limitada, pero las continuas advertencias sobre su tamaño, y la imposición de tener que comportarse según las costumbres de su especie, la habían enjaulado. Correr la hacia feliz, no deseaba ser la mejor en nada, solo disfrutar de su libertad.

Al día siguiente le regalaron unas deportivas rosas del número cien, y la apuntaron a carreras de medio fondo. Nunca ganó ninguna, ni falta que le hacía, ella era dichosa.

Si lees esta historia, recuerda que los límites solo existen en tu cabeza y en la de los demás. Vive siempre como si fueras a volar.

(Dedicado a Uma)