Publicado en A partir de 11 años, Cuento

Coraje, un Conejillo de Indias. Capítulo 4. Final

Ya afuera, me erguí (todo lo que se puede enguir una pequeña ratita como yo), moví mi hocico 360 grados miles de veces, y salté frenéticamente hacia la mole.

En ese momento la montaña volvió a temblar; el eco que semejaba una explosión de palabras se convirtió en un atormentante llanto. La estructura comenzó a partirse en dos (como lo había hecho antes el arcoiris), y se dejó ver, al final de un camino (un verdadero camino de tierra), a casi cincuenta metros de distancia, una enorme cascada.

No había más nada que hacer que lo que mis patas, roji-peludas y pequeñas, me pedían: correr hacia ella a toda velocidad. ¿Era esa el agua ansiada que tanto habíamos buscado? No lo podía creer. En medio de la euforia que me hacía correr a toda velocidad sentí que aquel medio kilómetro se me hizo tan corto como unos pocos pasos.

Y al llegar me lancé de un salto, como un dibujo animado, sin miedo a caer al vacío, hacia las alborotadas aguas que corrían debajo de la gran cascada. Hundido en el agua, con todos mis pelos empapados, vi mi color rojo perderse por completo y, como un perfecto ratón albino, seguí moviéndome con la corriente del inmenso lago que recogía esa perfecta, pura, y cristalina agua.

Hasta que logré subir a la superficie, y ahí, como una boya regordeta, sin el más mínimo rastro del color que toda la vida me había caracterizado, vi a todos mis hermanos saltando como locos, por encima de mí. Cada uno de ellos siguió mis pasos hacia el hermoso lago.

Mientras me rodeaban por todos lados, sintiendo sus chillidos descontrolados de alegría, entendí que nunca había sido mi color, ni el hecho de no tener cuerdas vocales, lo que me hizo llegar a la meta.

Yo era uno más, de entre tantos; y como tantos, no tenía nada diferente que me ayudara a liderar aquella valiente travesía. Era solo una ratita que creyó estar preparada para salvar al mundo, respaldada por el mejor equipo de amigos, y con una pequeña arma secreta: coraje. Pensé que quizá así debía llamarme a partir de ese momento.

Y así lo grité (o lo chillé): «me llamo Coraje». Mi nombre rebotó en todos mis alrededores desde mis perfectas cuerdas vocales (fuertes como la misma mole que casi nos había aplastado), que por primera vez me hacían hablar. La felicidad me llenaba el alma mientras veía mis pelos empaparse con aquella maravillosa agua.

Fin

Imágenes: Canva

Publicado en A partir de 15 años, Cuento

El espantapájaros.Capítulo 2. Final(Laskiaf D.R.A. Autora invitada)

Asomó la noche; la luna alumbraba toda mi habitación, y me entretuve dibujándola. Me encantaba pintar, y era algo que amaba hacer de pequeño. A través del vidrio de la ventana divisé una figura que se acercaba. Escuché unas suaves pisadas; de pronto una voz gruesa dijo:

— ¡Sí, fui yo!— ¡Dios!; reconozco que mi cuerpo se estremeció al verlo de cerca; aquellos ojos infernales y su risa maléfica, me hicieron dudar. Mi corazón infante por poco se paraliza; él, al analizar mi cara de pánico exclamó:

— ¡No te asustes! ¡Caramba, hasta los pájaros huyen de mí, y me temen, cuando los saludo! ¿Tú también? ¡Ay, no me decepciones!— sonrió (la verdad, yo también).

Amé aquella noche. Hubo un momento profundo de silencio entre los dos. Salté hacia afuera por la ventana, y me senté junto a él a mirar hacia la luna. Después de muchas lunas sentí que le importaba a alguien. Ahora entiendo que el rechazo de mi padre generó que me acercara al guardián. Por primera vez en mucho tiempo, no me sentí abandonado.

Después de un rato, palmoteo mi brazo y vociferó:

— ¿Sabes; a veces sí nos aman esos que pensamos que no, solo que en nuestra inocencia no entendemos a nuestros padres; ellos tienen sus cargas bien pesadas. Tú eres muy pequeño para que las lleves; tienes cinco añitos. Olvida; solo olvida y da amor. Al final descansará tu frágil corazón. No lleves más esa rabia que calcina tu amor; no lo quemes más; sálvalo; ¿entiendes?

— ¿Así como tú salvaste a los caballos evitando que murieran en la pesebrera?

— ¡Sí, así; ¡que inteligente eres; choca esa mano!— Sonreí y suspiré.

No hablamos nada más. No fue necesario; él llevaba su pena, y yo la mía. Me recosté sobre su tibia paja y dormí. Al día siguiente amanecí en mi cama. Estaba tan feliz que bajé las escaleras presuroso, abracé a mamá y le chanté un fuerte beso (durante mucho tiempo no lo había hecho; incluso la culpé por el abandono de mi padre).

Mis siguientes noches fueron mágicas; en ocasiones él era un espantapájaros grande como mi abuelo, otras veces, niño como yo. Recorrí toda la hacienda en compañía de mi amigo. A veces dibujábamos (y tengo que admitirlo; mi cuidador era pésimo con el lápiz). Además, nos encantaba escuchar el concierto de ranas, sapos, grillos, y demás animalejos que nos acompañaban en nuestras correrías nocturnas. De una manera extraña aquel ser sanó mi corazón.

Cuando cumplí once años, al llegar una tarde de la clausura del colegio, mamá les comunicó a mis abuelos que viajaríamos a la capital para continuar con mis estudios. En una mezcla de felicidad y tristeza me retiré a mi cuarto; mi cara se inundó, y no fue de rocío. Algo dentro de mí me avisaba que muy pronto no volvería a ver a mi amigo. Esa noche él apareció, como siempre; casi no me dejó hablar, y exclamó:

— Voy a estar bien; lo más importante es que me llevarás en tu corazón; al menos estaré seguro ahí, eso lo sé.

Bajé mi mirada y le regalé un dibujo de la luna que decía <<gracias>>; él subió sus cejas y me invito a jugar. La noche antes de partir, por última vez recorrimos el maizal, y hubo fiesta de despedida. Al final me abrazó fuerte. Al amanecer viajé con mi madre.

Siempre lo recuerdo con una grata devoción infantil. Hoy duele no verlo al recorrer estos prados donde fui tan feliz.

Fin

Publicado en A partir de 15 años

El espantapájaros. Capítulo 1 (Laskiaf D.R.A. Autora invitada)

Que sentimientos tan indescriptibles siento al caminar por este campo verde, que hizo parte de mi pasado. En mi memoria de niño aún prevalecen ciertos recuerdos del ayer. Aunque hace varios años que ya no están los maizales, ni su antiguo guardián. Un viejo muñeco de paja, que tenía cara de anciano con sonrisa pícara, curiosamente vestía las ropas viejas del abuelo. Suena algo inocente, pero aún me intriga saber: ¿para dónde se fue con su encanto y aquella magia que todavía me hace suspirar?

De chiquillo me crié junto a mis abuelos, en esta hacienda, después del divorcio de mis padres. Cuando llegué lo primero que hice fue observar con asombro lo feo que era aquel espantapájaros que cuidaba los cultivos de maíz. Me genera risa recordar a ciertos pájaros que llegaban a comerse las mazorcas, entonces algo sobrenatural sucedía y los pobres pajarracos salían despavoridos volando. Ahora intuyo porqué salían aterrados. Aquel espantajo siempre había estado en el plantío desde que mi abuelo tenía uso de razón. Dicen que aquellos muñecos de paja son terroríficos, sobre todo cuando cae la noche; yo pienso que sí, y no.

A mi desgastada memoria llega la noche del incendio en el establo. Por un descuido involuntario un obrero dejó una lámpara dentro de las pesebreras. Los gatos saltando sobre el heno, tratando de cazar a un asustado ratón, la tumbaron, originando la conflagración. El olor a humo se esparció con rapidez. Todos en la hacienda afanados con mangueras y baldes en mano, echábamos agua. Esa noche después de mucho tiempo observé por fin reaccionar a mi madre, al ver las caras de los abuelos a punto de llorar, cuando escuchaban el relinchar de los pobres caballos sin poder salir. Las llamas obstaculizaban la única entrada y salida. El viento zumbaba más de lo normal. Si no salían los corceles de las pesebreras, corrían peligro de morir calcinados. Los vecinos vinieron con rapidez a socorrernos. De un momento a otro se escuchó el tropel de las bestias. Sin darnos cuenta atravesaron la puerta y salieron a todo galope hacia los cultivos.

Recuerdo que me quede ahí paralizado, y de manera extraña observaba las flamas que parecían tener vida. Quedé frío al ver aparecer al espantapájaros; se le iluminaron más los ojos y sonrió; yo quedé atónito. Luego, con una mueca picarona me guiñó un ojote, abriendo su bocota inmensa de paja. Con su mano algo quemada hizo el gesto de que todo estaba bien. No salía de mi asombro, cuando de un momento a otro el fuego lo devoró y se apagó. Sin poder cerrar mi pequeña boca empecé a sentir las gotas de lluvia sobre mi rostro. Llevaban meses sin caer sobre mí; desde que papá se marchó. Reaccioné al inhalar el olor a tierra mojada que se mezcló con el humo. Una mano palmoteó sobre mi hombro, y con voz fuerte reafirmó:

—Créeme, ya todo está bien; descansa—Quise girarme, pero no pude; perdí el sentido.

Al día siguiente desperté con mi pijama puesto, azaroso me asomé por la ventana; el establo tenía uno cuantos quemones en la entrada, pero no se notaban daños graves. Escuché a mi abuelo hablar con los caballos:

—¡Se salvaron de milagro, amigos!; ¡cuenten qué pasó!—. Los equinos escasamente relincharon después de aquel susto.

Yo bañé mi cuerpo, medio cepillé mis dientes, di gracias, y salí de mi habitación. No deseaba desayunar pero mi madre y abuela me obligaron; me quemé la lengua por el afán de terminar. Ansioso salí directo al establo, entré buscando algo que no sabía. Curiosamente observé que no había nada calcinado adentro, solo un heno levemente chamuscado. Eso fue raro, me causó sospecha, ya que la candela se había originado ahí.

Pensando en los hechos ocurridos, me dirigí rumbo al maizal. Allí estaba él, con su mirada perdida, con las vestiduras desgastadas de mi abuelito, y ese gesto en su cara que emulaba una sonrisa; no puedo decir que me causó terror o miedo, porque ya no fue así. Me senté bajo su leve sombra y le pregunté:

— ¿Tú salvaste a los caballos anoche?— esperé escuchar una respuesta, pero nada; simplemente nada.

Salí decepcionado, como otras veces. Primero mis padres, ahora él, suspiré refugiándome en mi soledad contando mariposas de colores.

Laskiaf D.R.A

Continuará…

Publicado en A partir de 11 años, Cuento

Coraje, un Conejillo de Indias. Capítulo 3

¿Pero cómo era posible? Cada vez que comenzábamos a chillar se volvía a producir el mismo fenómeno, y nada podíamos hacer para controlarlo. Es que no podíamos controlar nuestras acciones. He olvidado decir que estos chillidos son solo una reacción al miedo; una respuesta de nuestro organismo ante un peligro inminente. Si no podíamos controlarlos en otras situaciones, esta (que sin dudas era la más estresante de todas las que habíamos vivido) no iba a ser la que sacara a relucir nuestro coraje.

Todos pusieron su cabeza entre las patas, tratando de acallar los incontrolables sonidos que salían de sus bocas. Los que tenían las patitas cortas hacían lo imposible para agarrarse los hocicos, usando hasta los últimos extremos de sus uñitas. Y los grandotes gritaban tan alto, que hacían estremecer el piso del globo.

Todos eran presas del pánico, menos yo. Increíblemente me percaté de que ya no sentía miedo. Mis latidos cardíacos se calmaron, fueron enlenteciéndose cada vez más hasta llegar al ritmo normal, y entonces sentí una maravillosa tranquilidad.

Ahí lo supe, supe que debía hacer, y lo hice. Tomé una gran manta que colgaba de uno de los extremos del globo y, con mucho trabajo la extendí por encima de todos mis compañeros, que estaban a punto del colapso nervioso. Me di cuenta de que era más que una manta de lana, era una capa anti ruido.

No entendía muy bien de donde había salido este impulso mío, este conocimiento; pero en mi interior había algo que me hacía obrar de esa manera, paso a paso, como una operación aprendida.

Me pareció extraño en cada momento, pero no podía perder tiempo. Sabía que yo era el único que podía enfrentarme a aquella monstruosidad.

Si existía el arcoiris, había agua; y teníamos que hallarla, tomarla, guardarla en el gran globo, y regresar con ella, al precio que fuese necesario. Era la única oportunidad para la tierra, nuestra hermosa tierra que estaba a punto de morir.

Dejé a mis compañeros bajo aquella protección acolchada y me dirigí hacia el gigante que nos atormentaba. Mientras caminaba hacia afuera comencé a recordar lo que dejé atrás antes de empezar el viaje. Me vinieron a la mente todas las imágenes de cosas, animales, figuras varias; y de entre todas las cosas, recordé a las personas, esas que solo me habían tomado de mascota, y aún poniéndonos como destino: la salvación de nuestro hogar, no tenían idea de cuánto podríamos hacer para cumplir esa meta.

A medida que recordaba aquello me henchía de gozo y orgullo. Yo, un simple conejillo de Indias, salvaría al mundo. ¿Quién lo hubiese pensado; que en unas pequeñas y peludas patas rojas, estaría el futuro del mundo?

Continuará…

Publicado en A partir de 11 años

«Coraje»; un Conejillo de Indias. Capítulo 2

No estaba muy seguro de que la anciana estuviese en sus cabales cuando dijo aquella frase. Y aún luego de ver lo sucedido, y estar en ese globo, flotando sobre el mundo desolado, viajando hacia lo desconocido, no podía pensar que existiera algo como lo que ella mencionó.

Hasta que lo vi. Ahí estaba el arcoiris, al final del camino. Después de tantos días entre las nubes que cubrían la tierra seca bajo nuestros pies, vimos la amalgama de colores de luz, inigualable y maravillosa. Pero no había nada más; después del arcoiris, de ese mágico arcoiris, solo un negro vacío daba término al camino.

Así que llegamos a la meta, y en la meta no había nada, ninguna respuesta, ninguna salvación. No sabíamos bien qué hacer. Entre toda esa desorientación solo nos dio por empezar a brincar y hacer ruidos chillones (algunos gritaban más que otros).

Yo no podía gritar. Nadie lo había descubierto hasta entonces (ni yo mismo me había percatado de eso), pero además del extraño color rojo, tenía algo que me diferenciaba mucho de mi especie: había nacido sin cuerdas vocales.

Todos me miraron sorprendidos. Es bien sabido que los roedores se caracterizan por ese chillido agudo que nos delata siempre ante los humanos, así que no entendían cómo se me había privado de algo que, supuestamente, es destacable dentro de nuestras características genéticas. Pero el asombro de sus miradas no evitaba la algarabía. Seguían gritando como locos, como si no pudiesen hacer nada para evitarlo. Y ciertamente no podían parar de chillar. Ahí supe que era cierto lo que todos decían sobre nuestro sonido: nace de nosotros, de manera automática, y no hay forma de controlarlo (quizás por eso somos tan irritantes para las personas).

Entonces sentimos un ruido estrepitoso, explosivo, que hizo a todos enmudecer. El arcoiris comenzó a partirse en dos. Algo que surgía de lo profundo de su interior, lo dividía; algo inmenso y oscuro, como una mole. Poco a poco la oscuridad fue transformándose en otra mezcla de colores opacos, y al fin logró verse la imagen; la mole era una gran montaña, color gris claro, como el cielo gris de las tormentas, que dividió finalmente al arcoiris en dos mitades perfectas.

Se expandió a los lados y hacia delante, hacia nosotros; estábamos seguros de que destrozaría la pared del globo. Si eso sucedía caeríamos hacia abajo precipitadamente. Nos quedamos mudos de pavor ante lo que parecía ser nuestro final.

Justo a tres metros de nuestras narices, se detuvo. Vimos desaparecer por completo el arcoiris y comenzamos a chillar nuevamente. Yo no, ya lo he dicho, no puedo emitir sonido alguno. Tampoco hacía falta, mi corazón gritaba más que cualquier garganta; latía tan fuerte y rápido, que estoy seguro de que se oía más alto que el galope de un caballo a todo trote.

La gigante roca volvió a moverse, retomando su dirección, directo hacia nosotros. Ese sí era el fin, la distancia que quedaba entre ella y nosotros era demasiado corta. Volvimos a quedarnos mudos; se detuvo nuevamente, comenzamos a chillar de nuevo, y volvió a acelerarse en nuestra dirección. Ahí entendimos que eran nuestros chillidos los que la hacían moverse. Aquel gran pedrusco era más que una montaña; parecía tener vida.

Continuará…

Todas las imágenes son tomadas de Canva.

Publicado en A partir de 11 años

«Coraje»; un Conejillo de Indias. Capítulo 1

Todos decían que se acercaba el fin del mundo, pero para mí el mundo estaba demasiado lleno de gente y cosas; era imposible que tuviese un final. Además, no podía ser tan malo. Claro que significaba el fin de la vida, del planeta, del universo, del cosmos, de la existencia de todo lo que conocían hasta el momento (o al menos lo que creían conocer), pero yo simplemente no podía creer que tal cosa tuviera tanta repercusión, porque sentía que había algo después de ese fin.

Una vez oí a la señora del pelo blanco que vivía en mi casa (la que me tenía un poco de miedo al principio; la abuela de mi cuidadora), decir algo que se me quedó grabado en mi peluda cabeza, para siempre. Cuando lo dijo sonó tan alocado que todos tomaron la actitud característica: oídos sordos a sus palabras. Evidentemente era otra de las crisis seniles que tenía con frecuencia. Todos decidieron obviar su comentario, como hacían habitualmente en esos casos, y centrarse en encontrar una salida al «fin» que tanto los agobiaba. Todos le restaron importancia a aquella frase, menos yo, la única mascota de la casa, y por tanto, no humana, pero al parecer, más perspicaz que todos ellos. Y no obstante no lo era tanto como aquella anciana arrugada cuando dijo: la salvación está al final del arcoiris.

Claro, que nunca creí que el arcoiris estuviera al final de aquel desierto, y que fuéramos nosotros los 126 elegidos para encontrar la única (última) fuente de agua en el planeta.

Así que, luego de la cantidad de gente y cosas acumuladas en aquel pedazo de tierra, todo se desmoronó y quedamos nosotros, unos indefensos e inútiles (o al menos eso creíamos ser; eso nos hicieron pensar las personas, que saben más que cualquier animal) curieles gordos y peludos en lo que sin dudas sí fue el fin del mundo.

¿Cómo desapareció todo, y todos? Quizá nunca lo sabremos. Pero tan repentino como la noticia de que sí había llegado «el fin del mundo», fue el hecho de vernos lejos de aquella tierra, lejos de todo, flotando en un globo aerostático, sobre una colosal destrucción.

Casi no recuerdo los detalles, pero sí la oscuridad y la devastación de todo lo que solía llamar «hogar». Yo era el único curiel rojo; siempre supe que era diferente, extraño (quizás por eso la anciana me tenía tanto miedo).

No sé si el color fue decisivo a la hora de escogerme, pero todos los que estábamos ahí teníamos algo diferente; grotesco, irrisorio, simplemente distinto al resto de nuestra especie. Algunos eran muy pequeños, casi del tamaño de una uña humana; otros, extremadamente grandes (a esos sí que la anciana les hubiese tenido puro pavor), del tamaño de perros o gatos jíbaros (yo trataba de no acercarme mucho a estos; me daba miedo que con su pata, de solo caminar, pudieran aplastarme).

Había unos con orejas muy grandes que apenas dejaban ver sus diminutas cabezas, y cada vez que había un sonido esos órganos se movían de tal manera que podías ver perfectamente sus tímpanos.

También estaban aquellos que tenían muchos bigotes que casi no dejaban divisar sus ojos ni su boca; con los pelos tan largos que llegaban hasta el suelo y se convertían en dos esteras que se tendían a ambos lados de sus cuerpos, como si fuesen velos de novia, de esos de cola larga que van siguiendo el recorrido hasta el altar. Y esos de patitas tan pequeñitas que prácticamente tenían que arrastrarse para caminar.

¡Tanta variedad! Realmente me asombró ver tantas particularidades en seres de mi mismo linaje. Yo solo era rojo; eso debía tener alguna relevancia o importancia especial, pero yo no veía más distinción que el color de mis pelos.

Continuará…

Todas las imágenes son tomadas de Canva

Publicado en A partir de 7 años

De regreso a clases

Se acaban el verano y las vacaciones.
La vuelta a clases empieza en pocos días.
Nuevas aventuras te esperan
detrás de las puertas del colegio,
miles de cosas por descubrir,
y más de un millón de emociones.
Este curso escolar será perfecto,
será lo mejor.
Tu corazón alegre lo sabe,
y mientras preparas los libros
late con mucha emoción.
¿Qué tal si te dejo una adivinanza
en forma de poesía
para celebrar la ocasión?
Y si te gusta la música,
con palmadas, y un coro de amigos,
puedes convertirla en canción.
Si no das con la solución
no hay ningún problema.
Encuentra las mayúsculas
dentro de los versos del poema,
y la respuesta se te abrirá como
una hermosa flor.

«Hay un amigo pEqueño y fieL,
que siempre espera ansioso el finaL del verano,
pAra jugar a crear mundos de Papel
con la magia de tu mano.
Te doy una pIsta sencilla:
le gustan las jugarretas,
y como un pequeño Zorrillo,
se esconde junto a tu libreta «.

Respuesta: el lápiz

Fotografía:Pinterest

Publicado en A partir de 8 años

El búho que descubrió la amistad

En el «Bosque de las Aves» vivía un búho que nunca dormía de noche. Siempre estaba tan cansado, que era muy lento en todo lo que hacía.

Al jugar al fútbol, demoraba una hora en darle una patada al balón. Si jugaban béisbol, dos horas le tomaba correr de base en base. En competencia de natación, duraba tres horas más que los demás en nadar de un lado al otro de la piscina.

Y todos los demás se veían tan cansados como él, porque lo ayudaban a terminar cada tarea. Incluso lo ayudaban a comer cuando las fuerzas no le alcanzaban para llevarse la cuchara a la boca. Tenía un cansancio tan fuerte, que caminaba tan lento como un caracol, y las ojeras le llegaban a la barbilla.Y así, el pobre búho, vivía muy triste, llorando por los rincones, porque no sabía cómo ayudar a sus amigos.

Hasta que un día camino a su casa se encontró con una mariposa verde que lo miraba desde lo alto de un árbol, y recordó que la había visto otras veces mirándolo de esa manera. Se acercó al árbol y le gritó:

-¿Por qué me miras desde lejos, y nunca me hablas?

La mariposa rió a carcajadas, bajó del árbol, y le dijo:

-Es que eres más tonto que un payaso loco.

El búho se quedó sorprendido y algo furioso. Le molestó mucho que aquella se burlara de él de esa manera, sin siquiera conocerlo.

La mariposa notó que se le estaba poniendo la cara roja de furia, y rápidamente le explicó:

-Es que estás triste sin motivo. No te has dado cuenta de que tu tristeza tiene una fácil solución.

El búho se quedó pensativo. No entendía nada de lo que la mariposa le decía.

-Tú sí que pareces ahora tonta- le dijo él a la mariposa- ¿No sabes que mi sueño no tiene remedio? Si así fuera, ya lo habría encontrado- continuó diciéndole, más que furioso.

La mariposa reía y reía si parar. El búho la miraba, ahora asombrado. No entendía porque ella seguía burlándose de ese problema tan grande que él tenía.La mariposa detuvo su risa y le dijo:

– Perdón por reírme, pero es que eres tan gracioso. Hay solución a tu sueño, solo tienes que esperar. Eres un búho muy pequeño y aún no entiendes que debes dormir de día, e ir a la escuela de noche, como los demás búhos.

-¿Entonces no podré ayudarlos nunca? ¿Y ellos seguirán cansados como yo? – le dijo el búho.-Ahora estoy más triste- seguía diciendo.

La mariposa se acercó, le acarició la frente con una de sus brillantes alas, y le dijo:

-De eso se trata la amistad. Ellos te ayudan ahora, y cuando crezcas, y puedas dormir de día, tú los ayudarás a ellos.

-¿Pero de qué manera podré ayudarlos, si no tendremos ni el mismo horario de la escuela?- dijo muy triste el búho.

-Es muy fácil, tontico- le dijo la mariposa, con una sonrisa muy amistosa.-Es que serás el vigilante del bosque. Te unirás a los demás búhos, y entre todos cuidarán los sueños de todas las demás aves, y de todos los animales que duermen de noche.

Entonces ellos tendrán que seguir cansados como yo, hasta que yo crezca; eso es mucho tiempo- le dijo el búho, que se veía más triste cada vez.

-Ya te lo dije que de eso se trata la amistad, de ayudarnos en los momentos difíciles.

En ese momento la mariposa se perdió volando entre los árboles, y el búho sonrió por primera vez luego de mucho tiempo. Ya no estaba triste.

Ese día llegó a su casa feliz, y aunque no pudo dormir, se acostó en su cama y soñó con los ojos abiertos, con ese día en que pudiera velar por los sueños de todos sus amigos.

Fotografía: Pinterest

Publicado en A partir de 8 años

Locotrón (el conejo despistado)

¿Quieres que te cuente la historia

del conejo que se cayó en un agujero?

Te la contaré despacio,

para que no te dé miedo.

Porque ese conejo sí que estaba temeroso.

¿Puedes creer que pensó

que ese agujero en el campo

era la cueva de un oso?

Iba saltando y saltando,

sin prestar mucha atención.

Y sin apenas notarlo

dio un tropezón, y ahí cayó.

Y entonces sintió el miedo que te cuento,

así, de sopetón.

Ni siquiera se dio cuenta

de que ese agujero que halló,

era la casa de su abuela,

pintada de otro color.

¡Qué conejo despistado,

miedoso, y desorientado!

Anda siempre sin cuidado,

corriendo como un tornado,

y creyendo en disparates.

Por eso después de ese día,

nadie le dice su nombre;

aunque se ponga furioso,

y rojo como un tomate,

«Locotrón» es el nombre que se ha ganado.

Fotografía: Pinterest

Publicado en A partir de 6 años, Poesía

Las musarañas

«¡Vives pensando en las musarañas!»
Le dijo la abuela a Sandra
y ella se quedó pensando
en esos animalitos,
que seguro andaban
todo el día como ella
volando por mundos mágicos.
Pero no sabía cómo eran,
nunca los había visto.
¿Y tú, sabes lo que son?
Tal vez sí o tal vez no.
Pero igual te lo diré.
Son pequeños peluditos
que parecen ratoncitos;
y aunque realmente no vuelen
ni vivan en mundos mágicos,
en secreto sí lo hacen,
como Sandra y como tú,
porque pasan todo el día viajando
de hoja en hoja
de los libros que nos hablan
de los cuentos más bonitos.

Fotografía: Pinterest (editado con PhotoDirector)