Publicado en A partir de 11 años, Cuento

El río está hecho un desastre (Los viajes de Lotay)

Continuación de https://revistacometasdepapel.com/2022/04/29/quien-se-ha-comido-las-setas-los-viajes-de-lotay/

La tarde que el grupo de Lotay descubrió que habían desaparecido las setas, Santa y su hermana pequeña, Indra, volvieron de dar un paseo con otra terrible noticia: el río que nacía en la cumbre de la montaña de su país y que se dirigía al mar, donde estaba la ciudad de las carreteras y altos edificios, iba lleno de forraje, restos de hierbas y ramas secas.

—No me gusta beber agua del río —dijo Indra con cara de disgusto.

—Está lleno de basura —explicó Santa.

—¿Cómo es posible? —se preguntó muy sorprendido el maestro agricultor— Yo planto muchas cosas en los alrededores del río porque su agua es cristalina, mis hortalizas crecen sanas y riquísimas gracias a él.

Fueron a ver lo que decían las niñas y comprobaron que, por la corriente del agua, bajaban plantas secas, frutas y verduras que se habían echado a perder, ramas, hierbas muertas… Eso iba a ser un problema muy grave porque el río era la única fuente de agua para ellos y, si seguía ensuciándose, todos caerían enfermos.

—¡Como la morera del pueblo! Por eso están enfermando nuestras plantas, porque el agua está contaminada —exclamaba muy enfadado el maestro jardinero—. Esto es culpa de los habitantes de la ciudad de abajo. Nos han traído la contaminación del humo de sus coches.

—En realidad… —replicó la madre de Lotay en un tono muy bajo—, no quiero llevar la contraria, pero la corriente del agua baja, no sube. Eso significa que la suciedad la estamos enviando nosotros a la ciudad.

El maestro jardinero, que echaba la culpa de todo lo malo a los habitantes de abajo, no podía creer lo que estaba oyendo.

por la corriente del agua, bajaban plantas secas, frutas y verduras que se habían echado a perder, ramas, hierbas muertas…

—Nosotros llevamos una vida saludable y respetuosa con la naturaleza. No hemos hecho nada para dañarla. Seguro que los de la ciudad nos han traído algo.

—Vamos a ver de dónde viene toda esta suciedad —propuso el maestro explorador muy decidido.

Todos siguieron al explorador subiendo la montaña por la ribera del río observando los restos que llevaba la corriente.

—Gran parte de este forraje es tuya, ¿verdad? —preguntó el explorador al maestro agricultor.

—Hum… Sí…, pero no entiendo… —respondió el maestro un poco avergonzado—. Llevo muchos años cuidando de mis huertos y nunca ha pasado esto.

—Subamos un poco más —dispuso el explorador.

Todo el grupo de niños y padres iba detrás en silencio, como si un secreto muy importante estuviera a punto de desvelarse hasta que llegaron a un pequeño lago hecho en el cauce del río.

El lugar estaba cubierto de basura que flotaba girando en el agua esperando a que la corriente la arrastrara río abajo.

—De aquí sale todo —dijo el maestro jardinero satisfecho—. Son los restos que dejaron los castores que estaban aquí.

—Y ahora, ¿dónde están los castores? —preguntó el explorador.

—Me los llevé de aquí hace un par de meses —respondió el jardinero.

—¿Qué te los llevaste? ¿A dónde? —preguntó el agricultor indignado— Esa familia de castores llevaba años aquí. Este era su hogar.

—No les ha pasado nada —se defendió el jardinero—. Solo los he trasladado cerca de la desembocadura.

—¡Eso ya está en la ciudad! ¿Qué van a hacer allí? —exclamó el agricultor.

—Pues por lo pronto, no harán ningún daño —contestó el jardinero—. Mira cómo lo tenían todo. Destrozaron mi jardín de cerezos y almendros para hacer una presa con los troncos.

—Pues por lo pronto, no harán ningún daño —contestó el jardinero—. Mira cómo lo tenían todo. Destrozaron mi jardín de cerezos y almendros para hacer una presa con los troncos.

—¿Tu jardín de cerezos y almendros? —se extrañó uno de los padres.

—Sí —Se dirigió el maestro a todos—. Estaba construyendo un jardín precioso con árboles de todos los colores junto al río y estos bichos los talaron con sus dientes para construir una presa.

—Pues claro que sí. Esa es su función —respondió el agricultor—. Gracias a las construcciones que hacen con los troncos, los desechos quedan retenidos, el río circula limpio y las tierras de alrededor son más fértiles. Ahora tendremos que ser nosotros los encargados de limpiar esto hasta que vuelvan los castores.

—¿Que vuelvan los castores…?

—Sí —atajó el explorador—. Te traerás de vuelta a la familia de castores, si es que no los han metido ya en un zoológico. ¡A ver si vamos poniendo un poco de orden en todo lo que tenemos aquí montado!

Ahora tendremos que ser nosotros los encargados de limpiar esto hasta que vuelvan los castores.

—Entonces… —se dispuso a preguntar Lotay levantando con timidez el brazo—, ¿Ya está resuelto todo? ¿Solo hay que traer a los castores para que se cure la morera?

—¡No! —respondió el maestro explorador mientras volvía enfadado al campamento—. Mañana bajaremos la montaña a ver qué otros destrozos hemos hecho.

Lotay miró a Santi con cara de preocupación y ambos cruzaron los dedos para que al día siguiente el maestro explorador no descubriera nada nuevo que lo pusiera de peor humor.

Continuará…

Olga Lafuente.

Publicado en A partir de 11 años, Cuento

¿Quién se ha comido las setas? (Los viajes de Lotay)

El segundo día de excursión, todos se levantaron tarde, así que decidieron ponerse en marcha después de comer al mediodía.

Los adultos se encargaron de preparar el almuerzo y mandaron a los niños ir a buscar setas para cocinar un estofado.

Estos fueron en parejas, con cestas que pensaban llenar hasta arriba, porque las setas eran un plato que les encantaba a todos. De manera que los cuatro grupos de chicos se repartieron la zona y quedaron en volver en un par de horas.

Pero cuando regresaron, todos se quedaron anonadados al ver que, entre los ocho niños, solo habían encontrado cuatro setas.

—¿Qué ha pasado? ¿Os cansasteis de buscar?—preguntó el maestro explorador.

—No —respondió Santa—. Es que no hay más.

—No me lo creo, Santa —habló el padre de la niña—. Tú eres muy buena buscadora de setas. Siempre traes tu capazo lleno.

—Te prometo que es verdad —replicó Santa—. No hay más setas, se han acabado. Dijo abriendo los brazos.

—Bueno, no pasa nada —la tranquilizó su padre—. Ya saldrán más.

—¡No! Estáis equivocados —interrumpió el maestro explorador— Sí que pasa, y lo que está pasando es muy grave.

—No te preocupes, maestro —dijo la madre de Lotay—. Buscaremos por otros sitios.

—¡¡No!! —El maestro explorador estaba fuera de sí—. No lo entendéis. ¿Coméis muchas setas?

Todos se miraron extrañados por la pregunta que les hacía el maestro.

—Eh… pues todos los días —contestó el padre de Santa— Es nuestra comida principal, el plato tradicional. A mí me gusta comer como se ha hecho siempre —dijo orgulloso.

—¡¡No quedan setas!! —repetía el explorador girando a su alrededor con las manos en la cabeza.

Nadie entendía nada. Las setas estaban muy buenas, pero tampoco era para ponerse así.

—Eso es señal de algo terrible —continuó—. Las setas nacen de los hongos; si no hay setas, significa que los hongos están desapareciendo.

—¿No son lo mismo? -preguntó sorprendido otro de los padres.

—No. Eh… sí… bueno sí, pero no…

—¡¡No quedan setas!! —repetía el explorador girando a su alrededor con las manos en la cabeza.

—A ver… —se dirigió la madre de Lotay del resto del grupo—. Tendríamos que haber traído con nosotros al maestro médico. ¿Alguno de nosotros podría volver al pueblo para buscarlo?

El explorador se dio cuenta de que los demás estaban pensando que se había vuelto loco y quiso explicarse.

—Perdonad. Me refiero a las raíces de estas setas, lo que va por debajo de la tierra. Esos pequeños hilillos son los que mantienen sano al bosque.

El maestro explorador vio que todos, padres, niños e incluso los otros maestros estaban atentos a sus palabras.

—Los hongos crean una maraña de minúsculas raíces que se extienden por todo el bosque, y es como si fuera un red telefónica o de fibra óptica con internet para comunicarse con todo lo que lo habita.

El padre de Lalo se había quedado paralizado ante la explicación del maestro, con la boca tan abierta que una pareja de gorriones podría haber construido ahí su nido. Pero la mayoría seguía pensando que había que ir a buscar a un médico con urgencia.

—¡¡Sí!! —Se animó a continuar el maestro explorador—. Bajo el suelo de todo el bosque hay un mundo mágico en el que todas las plantas, flores y árboles se comunican. Y todo, gracias a los hongos. Por eso no pueden desaparecer.

—Qué cosa más increíble —Esta vez habló el maestro agricultor—. ¿Quieres decir que las hortalizas y árboles que crío hablan entre ellos?

Bajo el suelo de todo el bosque hay un mundo mágico en el que todas las plantas, flores y árboles se comunican.

—Yo había oído algo —contestó el maestro jardinero—. Pero que gracias a los hongos, todo el terreno se regeneraba.

—Eso es —continuó el maestro explorador—. Los hongos eliminan lo que va muriendo, evitando que se acumule la basura y, por debajo de la tierra, hace que los árboles y plantas se comuniquen para avisar de cualquier cosa que les afecte, como las enfermedades.

—Entonces… —siguió el maestro agricultor pensativo— si al inicio del bosque empezó una enfermedad o una plaga, las plantas de allí no han podido avisar a las de aquí…

El padre de Santa estaba paralizado con las manos en la cabeza diciendo que todo era culpa suya por haber comido tantas setas durante toda su vida.

El resto del grupo también se sentía culpable porque no pasaba ni un solo día en que no comieran setas.

—No os preocupéis —tranquilizó el explorador—. Lo que hay que hacer es no abusar con un solo alimento y asegurarnos de que este no se vaya agotando. Si paramos un poco, las setas volverán a salir.

—Entonces —habló otra de las madres—, ¿ya hemos resuelto el misterio de la morera enferma?

—No —respondió el maestro explorador—. Sabemos por qué la enfermedad ha llegado hasta aquí, pero no su origen.

—¡Pues tendremos que seguir con el viaje!, ¿no? —preguntó Lotay sin poder evitar una sonrisa.

—Sí, Lotay. Tenemos que continuar con nuestro viaje.

(continuará).

Olga Lafuente.

Publicado en A partir de 9 años, Cuento

Aitana y el gusano de la manzana (Autora invitada: Paloma Cobollo)


En el colegio de Aitana había un huerto, un huerto que era cuidado por todos los niños porque representaba el crecimiento, al igual que las plantas, frutos y hortalizas, con dedicación y esmero, los niños crecen al estudiar.

Aquella mañana Aitana decidió quedarse junto al manzano que estaba un poco alicaído por las escasas lluvias de primavera, en lugar de ir al recreo con sus compañeros. Su amiga Clara, un poco decepcionada al no poder compartir con ella los juegos diarios le dijo.

-¡Bah!, ¡Mira que quedarte ahí con esas manzanas medio pochas antes que jugar al escondite conmigo!

Aitana dudó un momento pero en ese instante una manzana roja y un poquito arrugada cayó al suelo desde su rama y le dio tanta pena que enseguida fue a por la regadera, la llenó de agua y roció generosamente el pie del árbol deseando devolverle un poco de vigor.

Se quedó sentada al lado y tomó la manzana del suelo, al mirarla pudo observar un agujerito en la fruta por el que asomaba tímidamente un gusano pequeño pero muy vivaz de color blanco, en aquel momento Clara intentó de nuevo convencer a su amiga.

-Ultima oportunidad, ¿Te vienes o qué?, ¡Aggg!, ¡Qué asco, un gusano!, ¡Tira esa porquería y ven conmigo!- gritó Clara que era un poco exagerada con su miedo a los bichos.

Aitana no hizo caso, vio cómo su amiga cansada de esperarla se alejaba por el camino.

¡Aggg!, ¡Qué asco, un gusano!, ¡Tira esa porquería y ven conmigo!- gritó Clara .

Con delicadeza tomó al gusanito entre sus dedos, lo puso en la palma de su mano y lo llevó hasta una hoja verde y fresca donde el pequeñín pronto encontró acomodo. Al momento, del agujerito por donde había salido el gusano brotó una luz verde que se transformó en un oso color violeta.

-¿Quién eres tú?-preguntó Aitana muy sorprendida.

-Soy el genio de la fruta y vengo a recompensar una buena acción, la tuya-contestó muy satisfecho de su aparición.

-Pero… ¡Eres un oso!, ¡Yo creía que los genios eran todos como los de Aladino!- exclamó Aitana

-Ves demasiadas películas niña, además… Soy un genio en prácticas y todavía no tengo muy claro esto de manifestarme así que… este aspecto es lo mejor que he encontrado.

-Bueno, no importa, además el violeta es mi color preferido- pensó Aitana en voz alta- ¿Y… a qué has venido oso o genio o lo que seas?

-Has cuidado de este pobre árbol, te has compadecido de su fruto caído y has liberado y puesto a salvo a ese frágil gusano en lugar de tirar la manzana y pisotearlo como hubieran hecho otros niños, tu bonita acción tiene recompensa. Pídeme un deseo pero… No puede ser un deseo solo para ti, tiene que ser un deseo tan generoso como lo ha sido tu gesto.

-El genio de la lámpara concedía tres deseos… creo- reclamó Aitana con timidez.

-¡Soy un genio humilde niña!, ¡Ya te he dicho que estoy empezando, solo puedo conceder uno!, ¡Ah y no vayas a pedirme cosas demasiado complicadas que aún no tengo mucha potencia!

Del agujerito por donde había salido el gusano brotó una luz verde que se transformó en un oso color violeta.

Aitana se quedó pensando, era mucha responsabilidad elegir algo importante para todos y solo tenía una oportunidad. El genio oso violeta, cruzó los brazos pasado un rato como señal de que se estaba impacientando.

-¡Ya lo sé!, ¡Ya lo tengo!- exclamó Aitana muy satisfecha de su decisión.

-Pues bien, dime lo que deseas y si está a mi alcance te será concedido.

-Quiero que todas las personas del mundo sean felices por lo menos un día entero- dijo Aitana muy convencida.

-Me parece un estupendo deseo, será cumplido y después de decir esto movió sus manos en círculo y desapareció.

Aitana escuchó el timbre que avisaba de que era la hora de volver y se marchó caminando muy pensativa.

Lo que ella no sabía es que gracias a su deseo, muchas personas descubrieron por primera vez una sensación tan inusual y placentera que cambió para siempre sus corazones, y les hizo entender la importancia de una sonrisa.

Paloma Cobollo.

Biografía de la autora.

Paloma Cobollo Castillo (Madrid 1966)

Desde niña muestra inquietudes artísticas y una fructífera imaginación. En la edad adulta y después de escribir muchos relatos cortos, monólogos de humor, letras de canciones y poesía, decide probar suerte con la novela, escribiendo varias y publicando hasta la fecha dos de ellas.

En 2010 gana el premio de relato corto de la Asociación Cultural Barrio La Fuentecilla con un relato titulado Haciendo el payaso por La Gran Vía.

En 2011 autopublica la novela Un Caballero, Dios o El diablo.

En 2014 es tercera finalista en la antología 152 Rosas blancas con el relato La Cita.

Así mismo es participante en diversas antologías de relato corto y con algunas publicaciones en prensa escrita.

El Regreso de Leonardo, editorial Maluma, en 2018, es su último trabajo en novela.

Publicado en A partir de 6 años, Cuento

Las estrellas de Rosa

Rosa soñaba desde pequeña con las estrellas porque la luz que desprendían espantaban sus miedos. Su universo era el universo.

Quiso alcanzar las estrellas para que la oscuridad no invadiera sus pesadillas. Rosa creció y creció, pero siempre su vigilia y sus sueños debían ser iluminados por una lamparita que la hicieran sentir segura: el sol, de día; la luna y las estrellas de noche, hasta que creyó que no solo debía alcanzar las estrellas, sino que era mejor atraparlas, así la luz siempre estarían con ella.

Creyó que no solo bastaba alcanzarlas, sino que necesitaba atrapar a las estrellas

¿Cómo conseguiría atraparlas?

Inventó una linterna con la que proyectaría su haz de luz hacia la estrella que quería y en ese mismo instante la atraparía.

Cada noche salía más y más lejos con su linterna, pues las estrellas más cercanas no estaban, ya las poseía. Sus miedos fueron desapareciendo porque toda la luz del universo la almacenaba, sintiéndose acompañada.

Con su linterna ada noche atrapaba estrellas para sentirse segura

Pronto la oscuridad del cielo se hizo inmensa y Rosa se fijó una noche que la luna estaba muy triste.

—Luna, ¿por qué estás tan apagada? —Le preguntó Rosa atrapando su última estrella. —Mi luz es la misma de todas las noches, son las estrellas las que engrandecen mi brillo, pero ya no queda ni una con quien poder bailar y cantar. —Dijo la luna con la soledad grabada en su cara. —No tengo compañía para iluminar los sueños, que como tú, tienen otros niños.

Rosa se dio cuenta del error que había cometido, tenía que devolver las estrellas a su hogar. Sintió pánico, ya que sus miedos podían volver pero se armó con fuerza y valentía; cogió su linterna y se embarcó en un cohete con el que ascendería hasta más allá de la luna.

Rosa se embarcó con valentía en un cohete

Debía enfrentarse a la oscuridad.

Flotando en la negrura del cielo percibió el silencio, la tranquilidad. No había miedos, ni ruido en su mente, solo paz. Abrió su linterna dejando en libertad las estrellas que volvieron a brillar en el firmamento.

Volvió a sentir que la calma del universo era su universo.

Autora: María José Vicente Rodríguez

Publicado en A partir de 6 años, Cuento, Poesía

La pestaña perdida

Iris y Aro lloraban en el prado.

—¿Qué os ha pasado?—

La verruga Verru

preocupada preguntaba.

Que una pestaña ha volado

y no la encontramos.

—No os preocupéis, ya nacerá

otra pestaña tan pesada

como una castaña.

¡Queremos nuestra pestaña!

¡Sin ella no somos nada!

¡¡¡Dejad de llorar!!!

¡¡¡Dejad de buscar!!!

que otra pestaña nacerá

La verruga Verru algo ocultaba

mas una brisa sopló y la hizo

estornudar.

¡Atchis!

La verruga Verru también perdió su pelo, que era la pestaña perdida de Iris y Aro

Un pelo de la verruga de Verru

salió disparada,

mas resultó ser la pestaña

de Iris y Aro,

y tan rizada.

Autora: María José Vicente Rodríguez

Publicado en A partir de 10 años, Cuento, Poesía

La pirata Triquiñuelas y su tesoro

La pirata Triquiñuelas
se ha vuelto a enfadar
va con los puños cerrados
de aquí para allá.

Alguien ha comprado
su isla del Paraná.
Un hotel le han colocado
y de quince plantas además.

La pirata Triquiñuelas ha ido a por su cofre del Tesoro, pero alguien ha comprado su isla y ha construido un hotel de quince plantas.

A su cueva del Tesoro
es imposible llegar,
hay turistas nadando
donde tiene que bucear.

Cuatro brazadas al norte
y al este otro par.
Después de los corales
su cofre está.

El tesoro de la pirata Triquiñuelas se encuentra justo donde nadan los turistas. Eso le está enfadando mucho y los quiere asustar con sus cañones y piratas.

A los turistas asustará
con sus cañones oxidados
y sus piratas de mar.

<<¡Es pan comido!>>, se dice,
y pone al barco a navegar.
pero han visto niños
nada más llegar.

A la pirata Triquiñuelas le dan miedo los niños, por eso esperará a que llegue el invierno para volver a por su tesoro.

La pirata Triquiñuelas
Con niños no se meterá.
Ellos le dan miedo
cuando comienzan a gritar.

—Los niños son valientes—
dice su loro al pasar
por los toboganes retorcidos
ha visto a los niños escalar.

Para el loro de la pirata Triquiñuelas, los niños son muy valientes porque escalan para subirse a los toboganes.

Cuando llegue enero
Triquiñuelas volverá.
Sin turistas ni niños,
su botín podrá rescatar.

Escrito por Clara Belén Gómez

Publicado en A partir de 4 años, Cuento

El abuelo Alberto por Santiago@SHojalata(autor invitado)

El Abuelo Alberto llevaba tiempo preparando una cometa: «Será la mejor cometa del mundo y se la regalaré a mi nieto— decía».

Era una cometa llena de color, con hilo suficientemente largo para volar, como la imaginación en los sueños de los niños. Y con jirones resistentes, para que no cualquier viento pudiese derribarla o romperla.

Era la mejor cometa, más bonita que las que se vendían en las tiendas. Sobre todo, porque estaba fabricada con las manos gastadas del buen Alberto.

Esa tarde, hubo mal tiempo… y la tarde siguiente también. Pero al fin llegó el día perfecto. El abuelo se fue a la plaza. Solo, como tantas veces.

Mientras caminaba, recordaba lo maravillosa que había sido su vida con su amada Isabel. Pero por cosas del destino, no pudieron tener hijos.

Los años pasaron, Alberto e Isabel se amaban y siempre estaban rodeados de amigos y los hijos de estos. Pero un día, Isabel partió al mundo de las estrellas. Y poco a poco, sus días se fueron llenando de soledad. Así, ideó un plan, para que a ningún niño del barrio le faltasen juguetes.

Al fin llegó a la Plaza, al poco tiempo vio a un niño que no tenía amigos ni hermanitos para jugar. Su mamá lo animaba a que se acercase a otros niños, pero el pequeño era tímido.

El abuelo, con su rostro bonachón, se acercó primero a la mamá, ofreciendo la cometa para su hijo pequeño. Lucía conocía de vista al abuelo, era alguien popular y querido en el lugar, por su noble y desinteresado corazón. Por supuesto, le dio una gran alegría que quisiera compartir su hermosa cometa con su pequeño.

Minutos después, presentación mediante, ahí estaba Alberto, con una sonrisa radiante y su nieto — por esta tarde — llamado Matías o Mati, como le decía su mamá.

No importaba que Mati no supiera remontar la cometa. No importaba que no fuese su nieto. Esa tarde, abuelo, nieto y madre; disfrutaron todos juntos jugando con la cometa. Y además, el pequeño, se animó a compartirla, con otros niños, que desde hoy serían sus amiguitos.

Un día más, Alberto, el abuelo del barrio, se fue a su hogar con una sonrisa en su rostro, feliz de tener otro nieto, con quien jugar y compartir sus juguetes fabricados a mano.

Recuerda: si te sientes solo no pierdas la esperanza, siempre habrá alguien dispuesto a jugar contigo.

Autor:

Santiago Pereira Yaquelo.

@SHojalata

Ilustraciones: Pixabay.

Publicado en A partir de 11 años, Cuento

Coraje, un Conejillo de Indias. Capítulo 4. Final

Ya afuera, me erguí (todo lo que se puede enguir una pequeña ratita como yo), moví mi hocico 360 grados miles de veces, y salté frenéticamente hacia la mole.

En ese momento la montaña volvió a temblar; el eco que semejaba una explosión de palabras se convirtió en un atormentante llanto. La estructura comenzó a partirse en dos (como lo había hecho antes el arcoiris), y se dejó ver, al final de un camino (un verdadero camino de tierra), a casi cincuenta metros de distancia, una enorme cascada.

No había más nada que hacer que lo que mis patas, roji-peludas y pequeñas, me pedían: correr hacia ella a toda velocidad. ¿Era esa el agua ansiada que tanto habíamos buscado? No lo podía creer. En medio de la euforia que me hacía correr a toda velocidad sentí que aquel medio kilómetro se me hizo tan corto como unos pocos pasos.

Y al llegar me lancé de un salto, como un dibujo animado, sin miedo a caer al vacío, hacia las alborotadas aguas que corrían debajo de la gran cascada. Hundido en el agua, con todos mis pelos empapados, vi mi color rojo perderse por completo y, como un perfecto ratón albino, seguí moviéndome con la corriente del inmenso lago que recogía esa perfecta, pura, y cristalina agua.

Hasta que logré subir a la superficie, y ahí, como una boya regordeta, sin el más mínimo rastro del color que toda la vida me había caracterizado, vi a todos mis hermanos saltando como locos, por encima de mí. Cada uno de ellos siguió mis pasos hacia el hermoso lago.

Mientras me rodeaban por todos lados, sintiendo sus chillidos descontrolados de alegría, entendí que nunca había sido mi color, ni el hecho de no tener cuerdas vocales, lo que me hizo llegar a la meta.

Yo era uno más, de entre tantos; y como tantos, no tenía nada diferente que me ayudara a liderar aquella valiente travesía. Era solo una ratita que creyó estar preparada para salvar al mundo, respaldada por el mejor equipo de amigos, y con una pequeña arma secreta: coraje. Pensé que quizá así debía llamarme a partir de ese momento.

Y así lo grité (o lo chillé): «me llamo Coraje». Mi nombre rebotó en todos mis alrededores desde mis perfectas cuerdas vocales (fuertes como la misma mole que casi nos había aplastado), que por primera vez me hacían hablar. La felicidad me llenaba el alma mientras veía mis pelos empaparse con aquella maravillosa agua.

Fin

Imágenes: Canva

Publicado en A partir de 7 años, Cuento

El sombrero de la tortuga Casiopea

Amaneció el día sin nubes, iba a ser caluroso, ideal para un baño fresquito en el lago del bosque.

Las ranitas gritaron:

—¡Venid todos al agua y nademos juntos!

Y todos los animales más jóvenes del bosque acudieron sin pensar.

Menos Casiopea, que prefirió quedarse en su caparazón porque estrenaba un sombrero nuevo, quería llevarlo puesto durante todo el día y no lo quería mojar. Además lo había hecho ella misma.

Sus amiguitos fueron a visitarla, y desde el jardín gritaban:

—¡Casiopea, corre, ven a jugar! ¡El agua está buenísima!

—¡Hoy no puedo, tengo un sombrero nuevo que he fabricado, y no me lo quiero quitar, pero tampoco estropear! —contestó desde dentro. Su voz parecía venir desde una cueva muy profunda.

Todos los animalitos se quedaron pensando.

La tortuga Casiopea quiere quedarse en su caparazón porque tiene un sombrero que se ha hecho ella misma y no lo quiere estropear.

—Pero Casiopea, ¿de qué te sirve llevar un sombrero nuevo tan bonito dentro de tu caparazón? Nadie podrá verlo —dijo una ranita.

<<¡Oh, es verdad!>>, se dijo Casiopea, que no se había dado cuenta de ese detalle.

—Además, el sombrero te puede proteger del sol hasta el lago, para eso sirve también —dijo su amiga la mofeta.

—¡¡Ya, pero en el lago se me mojará!! —gritó la tortuga Casiopea desde dentro de su caparazón.

Todos los amigos, menos el castor, se rindieron y se fueron a jugar al lago para darse un baño muy refrescante.

—Casiopea, ¿y si vienes con el sombrero puesto y cuando llegues al lago lo guardas de nuevo? ¡Te espero allí! —dijo su amigo el castor.

—¡Eso es! —dijo Casiopea.

Y sacó su cabecita con un hermoso sombrero azul.

En el lago todos le dieron la bienvenida.

Todos los amiguitos saludaron a Casiopea cuando la vieron llegar al lago tan guapa con su sombrero nuevo.

—¡Es un sombrero precioso, Casiopea! Me encantaría aprender de ti y hacerme uno —le dijo la ardilla.

—¡Gracias! —respondió Casiopea muy contenta.

Y cada animal del bosque que pasaba cerca, alababa lo bonito que era su sombrero y lo bien que estaba hecho, y a todos Casiopea, muy educada, con un gracias respondía.

—¡Amigos! —dijo Casiopea cuando guardó el sombrero para nadar un rato—, hoy he comprendido, que cuando algo hermoso tenemos y sabemos hacer, no debemos guardarlo por miedo a estropearlo. Es mejor mostrarlo, inspirar y también cuidarlo.

Y todos disfrutaron del caluroso día de primavera con juegos, risas ¡y mucho baño!

Casiopea está feliz en el lago con su sombrero y lo cuidará mucho.

Fin.

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De pesca, con Peter el pirata.

El día estaba fresco y soleado. Peter el pirata, tenía parado a un lado a, su contramaestre Sebastián, y al otro, sobre su hombro posado, su perico verde y mal hablado, John.

Navegaban en el precioso mar azulado.

—Qué bonito día para pescar —Dijo el capitán pata de palo.

—Si el capitán lo desea, las redes y unos anzuelos preparo. ¿le ordeno a los marineros, que suelten el ancla?

—Eso es lo que deseo. ¡Tomemos un descanso, ahora que el océano está manso! Llama también, al marinero que le dicen “patas de ganso” —Concluyó Peter el pirata.

Luego se quitó la bota, para andar descalzo. Colocó la carnada en el anzuelo y, lanzó el cáñamo, hasta donde le alcanzó, la fuerza de su brazo.

—¿Me ha llamado, capitán? —Preguntó el marinero.

—Sí, “pies de ganso” Te llaman así, porque eres el mejor nadando. Eso lo sé. Y debajo de nuestro barco, hay moluscos deliciosos. Ve al fondo y trae las mas grandes almejas, pues haremos una sopa en las vasijas viejas.

Peter atrapó tres peces espada, en una batalla muy tardada. En la isla del pirata, hicieron una fiesta donde, le agradecieron al dios del mar que los alimenta.

En medio de los días nublados y las tormentas. Entre las jornadas largas en busca de tesoros en los mapas. Esta bien que los piratas, se tomen un día para descansar. Yendo por la mañana de pesca, para que en la tarde se merezcan una bonita fiesta.