Publicado en A partir de 10 años

Besos de la alegría

—Niña, ¿por qué lloras? —La anciana me limpió las lágrimas con un pico de su chal y rehízo mi melena, ordenando cada cabello perdido entre mis lamentos.

—He perdido mis alas—dije entre hipidos.

La pequeña ondina, Sharagor, lloraba porque le habían arrebatado sus alas

—Cuéntame cómo te llamas y qué ha ocurrido, quizás te pueda ayudar—. La mujer se quitó su pañuelo y con cuidado lo posó sobre mis hombros calentando el hueco que había dejado mi pérdida. Se sentó junto a mí cogiendo mis manos entre las suyas y, acariciándolas, la calma vino en mi ayuda.

«Soy Sharagor, ondina de agua dulce y me han arrebatado lo más preciado, mis alas. No puedo vivir en el agua si no las poseo, es lo que me hace poder respirar y nadar bajo las aguas. Son toda mi esencia.

» Jugaba con mis hermanas sobre la superficie, como tantos días, con las hermosas mariposas que vienen a beber a nuestras aguas.

Las ondinas son hadas de las aguas. Viven dentro de los ríos o lagos y necesitan sus alas para poder nadar y respirar dentro del agua. Además, en la superficie sin ellas no pueden volar.

»Nos dijeron que ningún humano podía vernos ni oírnos. No entiendo qué ha podido pasar. No vimos al hombre acercarse a nosotras. Las demás pudieron escapar, pero a mí me atrapó con una red. Dijo unas palabras y me adormeció; luego me untó algo por el cuerpo y con otras palabras mis alas se desunieron. No sabía que esto podía pasar, jamás se han contado cuentos ni leyendas en nuestras aguas que contaran historias parecidas. Envolvió con delicadeza mis alas entre telas de seda que las mojó en el río, luego desapareció, sin más rastro que esas redes con las que me cazó».

            —¿Cómo era ese brujo? Descríbemelo.

            —¿Cómo sabes que era un brujo? —Le pregunté sobrecogida. —¿Quién eres?

            —Querida, ¿cómo crees que puedo verte?, ¿crees que he venido a ti solo por tu canto de amargura?

            —¿Qué quieres decir? —le pregunté sin entender.

Güaina, la bruja, intanta calmar a la pequeña hada y le explica
para que necesitan las alas los brujos

            —Tu inocencia es la belleza de la luz, querida niña. Soy Güania, y soy bruja, igual que quien se llevó tu preciado tesoro. Tenemos sensibilidad, unos hacia la luz y otros hacia la oscuridad. Tus alas son muy valiosas para un brujo, porque, sus pequeñas escamas, tienen poderes mágicos que se utilizan en la preparación de brebajes y pócimas y son muy bien pagadas entre los humanos. Con ellas, el brujo se garantiza toda una vida de lujos pero ha perdido, al arrebatarlas, el poder que nos ofrece la luz de ser sensibles a vosotras y de impregnar esas pócimas de la magia blanca necesaria para que sean eficaces. Ha arriesgado mucho. Diría, que la codicia, al sentiros, le nubló el juicio y no pensó en las consecuencias.

            La anciana Güania mantenía mis manos calientes entre las suyas, y proyectaba sobre mí gran ternura y cariño.

            —Cada semana vengo por este río. Me alegran vuestros cantos, y vuestra alegría me renueva toda la semana de esperanza y nuevas energías. Nunca dejo que me veáis para no interrumpiros. También, de vez en cuando, la prosperidad me sonríe, y encuentro alguna que otra escamita que perdéis en vuestros juegos, permitiéndome seguir sobreviviendo. Esta vez me retrasé un poco, suelo llegar antes del amanecer, si no, te aseguro que no hubiera sucedido nada de lo ocurrido. Jamás lo hubiera permitido.

            Mi desconsuelo aumentó y nada podía mitigar el dolor que sentía. Ni siquiera con el abrazo que Güania me daba para templar mi ánimo.

            Cuando mis lágrimas comenzaron a secarse, la anciana se separó de mi pecho, me agarró con suavidad la cara y me dio un beso con mayor ternura en la frente. En aquel instante sentí que otra nueva energía recorría mi cuerpo. Y me hizo sentir que había esperanzas. La mujer se levantó, me cedió su mano y abrió ante mí, la posibilidad de que mi vida pudiera cambiar.

            —¿Qué siento ahora en mi cuerpo? Tu beso ha hecho renacer algo en mi interior. —dije con fortaleza.

            —Durante años me renové de esperanzas con vuestros juegos, solo te he traspasado una pequeña parte de lo que me ofrecisteis. Niña, podemos encontrar tus alas y si no están dañadas las podemos devolver a su lugar. —Me dijo Güania rozando con suavidad mi espalda.

Ahora la risa me brotó de forma natural envuelta en nuevas ilusiones.

Antes de ponernos en marcha, la mujer buscó entre las redes restos del brujo que me atacó. Algunos vellos estaban adheridos a las cuerdas, ella los introdujo en un pequeño charco que dejaban dos piedras cercanas, espolvoreó unos polvos que extrajo de un saquito y de repente apareció la cara del ladrón.  

La anciana lo conocía y sabía dónde localizarlo.

—Necesitaremos la ayuda de tus hermanas. Soy demasiado vieja para enfrentarme a él sin vuestra energía, pero tendré que hechizarlas para evitar ser vistas por otros sensibles. Tendrán que acompañarnos para que con su tacto yo pueda cargarme de la energía que necesito para hacerle frente.

Mis hermanas salieron de sus escondites y se acercaron a la anciana repartiendo sus besos de la alegría con la anciana.

Cuenta la leyenda, que cuando un hada da un beso de la alegría, transmite tanta energía renovadora que todos los males de la persona que los recibe desaparecen al instante. La anciana rejuveneció muchos años con el regalo que le hizo cada una de mis hermanas.

—¿Qué me habéis hecho, niñas? Vuestra luz me ha transformado en una nueva mujer, la juventud circula por mi sangre ahora. —Güaina se palpaba con asombro la cara, las manos…

La bruja Güaina rejuveneció con los besos de la alegría que le dieron las hermanas de Sharagor.

—Te han dado besos de la alegría. No podemos dejar nuestro hogar o moriríamos, por ello te han regalado los besos. Para que puedas ayudarme.

—Nunca podré devolveros el don tan maravilloso que acabáis de ofrecerme.

La anciana se marchó a la búsqueda del brujo hacia la ciudad. No fue difícil encontrarlo, solo debía seguir el rastro que dejaba.

(Continuará)

Autora: María José Vicente Rodríguez

Publicado en A partir de 10 años, Cuento, Poesía

La pirata Triquiñuelas y su tesoro

La pirata Triquiñuelas
se ha vuelto a enfadar
va con los puños cerrados
de aquí para allá.

Alguien ha comprado
su isla del Paraná.
Un hotel le han colocado
y de quince plantas además.

La pirata Triquiñuelas ha ido a por su cofre del Tesoro, pero alguien ha comprado su isla y ha construido un hotel de quince plantas.

A su cueva del Tesoro
es imposible llegar,
hay turistas nadando
donde tiene que bucear.

Cuatro brazadas al norte
y al este otro par.
Después de los corales
su cofre está.

El tesoro de la pirata Triquiñuelas se encuentra justo donde nadan los turistas. Eso le está enfadando mucho y los quiere asustar con sus cañones y piratas.

A los turistas asustará
con sus cañones oxidados
y sus piratas de mar.

<<¡Es pan comido!>>, se dice,
y pone al barco a navegar.
pero han visto niños
nada más llegar.

A la pirata Triquiñuelas le dan miedo los niños, por eso esperará a que llegue el invierno para volver a por su tesoro.

La pirata Triquiñuelas
Con niños no se meterá.
Ellos le dan miedo
cuando comienzan a gritar.

—Los niños son valientes—
dice su loro al pasar
por los toboganes retorcidos
ha visto a los niños escalar.

Para el loro de la pirata Triquiñuelas, los niños son muy valientes porque escalan para subirse a los toboganes.

Cuando llegue enero
Triquiñuelas volverá.
Sin turistas ni niños,
su botín podrá rescatar.

Escrito por Clara Belén Gómez

Publicado en A partir de 15 años

Tú, qué llenas mi todo cuando me miras

o cuando posas tus tiernas manitas en mis mejillas.

Tú, qué invades mi nada

con el más puro amor

para mostrar la belleza que la vida me dió.

Tú, mi más hermosa poesía,

la luz de mis días

y quien adorna mi sonrisa

cuando escucho tu voz,

mi tierna melodía.

Publicado en A partir de 10 años

El pintalabios de Pedro. Capítulo 11

¿QUÉ HACE AQUÍ RUTH?

El domingo por la mañana, Marta miraba a su madre mientras desayunaba. Estaba muy contenta yendo y viniendo, mientras hablaba y escribía en el móvil.

Definitivamente algo tramaban los adultos. Tenía que ser más rápida que ellos porque temía acabar disfrazada en la fiesta de la prima de Pedro.

—Mamá hoy me duele mucho la barriga, pasaré el día en mi habitación a ver si se me pasa, no podré ir con vosotros a la fiesta —dijo Marta, dejando el bol de cereales a un lado dramáticamente.

—Qué casualidad, Marta, has tenido la misma idea que Jaime, Andrés, Bea… Ya me ha advertido la madre de Pedro que estáis intentando sabotear nuestra sorpresa. ¡Pues a vestirse! Porque te va a encantar. Confía en mí —dijo la madre de Marta.

—Pero de payaso no me disfrazo, ¡que lo sepas! —Marta dijo esa frase enfadada mientras se dirigía a su cuarto.

—¿Con que es eso lo que os preocupa? —dijo la madre entre risas.

La carcajada de su madre sonó con mucha fuerza. Definitivamente los mayores podían ser muy injustos hasta cuando decían querer ayudar.

Marta no quería disfrazarse en la fiesta, por eso fingió que le dolía la barriga y dijo a su madre que no podría ir a la fiesta del cumpleaños de la prima de Pedro, pero era tarde, porque todos sus amigos habían puesto la misma excusa y los padres se dieron cuenta.

En una hora Marta estaba abajo en el portal con Pedro y Lola.

—Lo siento mucho, todo esto ha sido culpa mía por habérselo contado a mi madre para comprar las pinturas del disfraz—se disculpó Marta.

—Qué va Marta —se apresuró a decir Lola—. Todo esto fue idea mía, fui yo la que convenció a Pedro para dar una sorpresa a mi prima y le hice prometer no contar nada… Necesitábamos un pintalabios rojo, o algo para poder pintarle la cara cuando se disfrazara… lo demás ya lo sabemos. No es culpa tuya, cómo ibas a saber que se liaría la que se ha liado.

Pedro le apretó un hombro para confirmar las palabras de su hermana y tranquilizarla. A Marta se le disparó el corazón y Lola sonrió como si se diera cuenta.

En una hora estaba toda la pandilla, menos Ana que la llevaría su tío, en la furgoneta conducida por el padre de Pedro y Lola como copiloto. En voz muy baja, Andrés les informaba de un plan para pasar desapercibidos en el cumpleaños en cuanto llegaran. Según él, el único que debía estar allí era Pedro y su hermana Lola.

Al fondo de un césped enorme, decorado con globos y banderines, se levantaba un pequeño escenario.

La pandilla buscaba en silencio donde escabullirse, tal y como había dicho Andrés, cuando Pedro asió del brazo a Marta y exclamó en voz alta:

—¡Esa es tu prima!

En un rincón del jardín se encontraba Ruth con sus padres y su semblante era serio. Hacia ellos se acercaba la madre de Marta con una bandeja de bocadillos

Ruth estaba sentada y escuchaba con atención lo que uno de los adultos le decía.

—Lo que nos faltaba —se lamentó Jaime—. Pero que alguien me explique qué hace tu madre llevándole bocadillos, con lo mal que se ha vuelto a portar.

Marta no contestó, estaba tan sorprendida como sus amigos.

—Creo que saldremos de dudas muy pronto —dijo Jaime en voz baja y todos observaron que Ruth, sus padres y la madre de Marta, se dirigían a donde se encontraban reunidos. Instintivamente cada uno miró hacia algún lado, como queriendo escapar, pero ya era tarde.

La fastidiosa de Ruth habló de manera amigable, como si no hubiera ocurrido nada:

—Hola chicos —dijo con una sonrisa torcida. Sus padres quedaban justo detrás de ella y no podían ver su expresión. Después se dirigió a Pedro con el mismo tono amigable, que para nada acompañaba a su ceño fruncido—. Me ha explicado la madre de Marta que la razón por la que querías el pintalabios era para dar una sorpresa a tu prima pequeña. Malinterpreté todo y quiero pedirte perdón. Por supuesto, le explicaré a doña Carmina mi error y que no eres un vándalo.

Las caras de satisfacción de los adultos enojó a Marta, para ellos, Ruth solo se había equivocado y estaba rectificando, pero ella y sus amigos sabían que no era así. Solo había sido descubierta y tenía que volver a esconder sus verdaderas intenciones.

Andrés, con sus puños apretados, fue el primero en responderle:

—Vaya Ruth, qué buena chica eres. Ojalá una disculpa fuera suficiente, creo más bien que deberías demostrar tus palabras.

Los adultos lo miraron algo sorprendidos.

—Andrés, mi hija ya se está disculpando —la voz del padre de Ruth sonó muy seria.

—¡Oh Ruth! Rectificar es de sabios, no seas tan duro con ella Andrés, todos nos equivocamos… —dijo rápidamente Marta para salvar el pellejo a Andrés y calmar a Pedro, se le notaba por la expresión que iba a explotar de un momento a otro—. Ana se está retrasando y necesito a una chica para que nos ayude con la sorpresa, ¡qué alegría que hayas venido y te hayas disculpado con Pedro! ¡Esa es mi prima Ruth!

Los amigos de Marta no entendían nada, pero le siguieron el juego. Por experiencia sabían que Marta nunca hacía algo sin un motivo de peso.

Los padres de Ruth se tranquilizaron, no veían la cara de su hija, ahora perpleja y sin saber qué decir. Marta la agarraba fuerte del hombro y se la llevaba, seguida del grupo.

—Bueno chicos, ¡divertiros! No sabéis cómo nos alegra que seáis buenos amigos y os llevéis bien —dijo la madre de Marta muy orgullosa por el comportamiento de su hija Marta.

Continuará…

Publicado en A partir de 10 años

El misterio de la morera enferma (Los viajes de Lotay)

—Qué bonito es el amanecer.

Esto lo acababa de decir Karam, un niño de ocho años mientras miraba al horizonte desde la cima de la montaña donde vivía.

Sus amigos, que estaban sentados en la nieve se miraron extrañados porque, en realidad, ya hacía más de cuatro horas que se había hecho de día, pero no dijeron nada porque conocían a Karam y sabían que a este le gustaba levantarse muy tarde, cuando ellos ya casi estaban terminando de jugar a aprender.

En el país de Karam, el más alto del mundo, los niños no iban a clase ni estudiaban, ellos aprendían solos mientras jugaban a lo que más les gustaba. Si tenían alguna duda sobre un tema, hablaban con un adulto experto, pero como los niños estaban jugando todo el día, aprendían muchísimo y llegaban a ser muy buenos en el oficio que elegían.

Ese día estaban en el campo de las moreras, unos árboles que daban moras de todos los colores. Los niños recogían estos frutos y se encargaban de hacer mermeladas, pero los árboles también servían para criar gusanos de seda, que se alimentaban de sus hojas, y como eran grandes, los chicos y chicas se subían a ellos para jugar al escondite.

Se habían reunido en aquel lugar porque los gusanos ya habían formado sus capullos de seda y estaban a punto de salir transformados en mariposas. Karam había llegado cuando el sol ya estaba arriba porque le gustaba dormir, aunque para él acabase de amanecer, pero no quería perderse ver cómo salía la primera mariposa de seda.

Se subió a una de las moreras y se tumbó en la rama más grande abrazándose a ella para estar más cómodo mientras esperaba la eclosión del capullo de seda.

—Vamos, Karam. ¿ Vas a seguir durmiendo en el árbol? —dijo Lotay para meterse con él.

–Ten cuidado no te vayas a resbalar mientras haces la siesta —continuó Santa entre las risas de todos que sabían la afición de Karam a dormir.

—Si vamos a esperar a que salga la primera mariposa de seda, ¿qué más da si me pongo cómodo? Seguro que todavía nos quedan unas cuantas horas; os aconsejo que hagáis lo mismo que yo —contestó tranquilo mientras se movía buscando una postura que le gustara.

No le dio tiempo a mucho más, la rama crujió haciendo un horrible ruido y cayó de repente al suelo con Karam agarrado a ella.

Los chicos corrieron a ver cómo estaba su amigo. Reina, a la que le gustaba la medicina, era la que más sabía sobre heridas y huesos rotos, así que dejaron que fuera ella la que diera su diagnóstico.

—No parece que te hayas roto nada, pero te va a salir un buen chichón en la frente, Karam —rio aliviada—. Vamos a la casa del médico para que te vea.

—¿Y qué le digo que ha pasado? —preguntó Karam un poco asustado.

—¿Qué le vas a decir? —respondió Lotay—, que con tu peso has roto la rama más grande de la morera, ja,ja,ja,ja.

–No es verdad —protestó Karam—. Cuando me caí, noté como si la rama estuviera hueca.

—Eso no es posible —dijo Santi, que era quien más sabía de plantas—. Esa rama es muy gruesa para romperse tan fácilmente.

Santi se dirigió a donde estaba tirada la rama del árbol para demostrar que su corteza era dura y fuerte, pero al acercarse, hizo una exclamación y se puso en cuclillas junto al trozo de madera.

Sus amigos, extrañados por la reacción del chico, preguntaron que ocurría y este dijo que había que hablar con el agricultor que se encargaba de criar los árboles frutales. Al parecer, la morera estaba enferma.

No tardó en llegar el hombre encargado de aquella plantación a donde iban los niños de la localidad para aprender sobre plantas y árboles, y se mostró triste cuando vio lo que le había pasado a una de las moreras más grandes.

—Tienes razón en lo que me has dicho, Santi —dijo el adulto—. Este árbol está enfermo, pero es muy raro porque ni tiene muchos años ni tampoco veo ninguna plaga que le pueda hacer daño.

El agricultor miró alrededor del árbol y se fijó en el suelo.

—¡La hierba también está enferma! —exclamó el hombre—, ¿cómo no me he dado cuenta?

Los niños lo seguían y observaban también todo lo que estaba a sus pies. La hierba estaba seca, formando un camino amarillento que venía de las afueras del pueblo. Además, otros árboles estaban empezando a enfermar y algunas flores y arbustos también se estaban secando.

—Parece algo que viene de fuera —pensó en voz alta el agricultor—. De las ciudades que hay a los pies de nuestra montaña.

Lotay recordó que hacía unos días había tenido un sueño muy extraño en el que visitó el mundo que existía abajo de donde vivían. También pensó que el sueño era muy real y que era posible de que algo de lo que soñó fuese posible.

—Hace poco soñé que el mundo que hay ahí abajo es muy extraño, casi no había plantas, la gente iba en trastos que echaban humos y las casas eran muy altas.

—No es un sueño —respondió el hombre—, todos los adultos hemos ido a los pueblos que hay a los pies de la montaña. Los conocemos y eso que cuentas es verdad.

Lotay se quedó impresionado por lo que estaba oyendo y empezó a creer que tal vez su viaje había sido real y no un extraño sueño.

—Es posible que este misterio que está acabando con nuestros árboles provenga de allí, Lotay —siguió diciendo el agricultor.

—Entonces, habrá que bajar la montaña para descubrir qué pasa —contestó rápido el niño con ganas de hacer una excursión.

—Sí —dijo el agricultor—, pero tendremos que ir varios. Así que habrá que preparar el viaje.

—¡Y nosotros también! —exclamó Karam.

—Bueno… —dudó el hombre—, os vendría bien como aprendizaje. Habladlo con vuestros padres. En un par de días, salimos de excursión.

—¡¡Bien!! —festejaron los niños. Y corrieron a sus casas para contárselo a sus familias.

(Continuará)

Olga Lafuente.

Publicado en A partir de 10 años

El pintalabios de Pedro. Capítulo 10

Pedro cenó rápidamente y corrió a su habitación para conectarse y comprobó cómo todos se sorprendieron al verlo en aquella reunión urgente.

—Chicos, muchas gracias. ¡Sois los mejores! No esperaba unas barras de pintura para disfraces tan buenas. —Pedro no disimulaba su alegría, estaba feliz.

—Ha sido idea de Marta —dijo Andrés, poniendo ojitos cariñosos al decir el nombre de su amiga.

Las risas sonaron muy fuertes y Marta se volvió a poner colorada como un tomate.

—Bueno, centrémonos. Hay algo que me preocupa —dijo Marta para cambiar pronto de tema, y contó al grupo todos los detalles de la furgoneta aparcada. Hizo hincapié en la frase del padre de Pedro: «es una sorpresa».

—Uff, no sé vosotros, pero yo odio esa frase dicha por un adulto —se lamentó Andrés.

—Lo sé, lo mismo pensé yo —respondió Marta.

—Pero Pedro, tú habrás oído algo, ¿no? —intervino Andrés con tono de sospecha.

Pedro, tardaba en contestar, como pensando una excusa. Definitivamente sabía algo, pensaron todos.

El comportamiento de Pedro era sospechoso. Todos pensaban que seguramente sabía algo.

—¿Qué dices mamá? ¡Voy! —Pedro contestó a una supuesta, oportuna y sospechosa llamada de su madre—. Ups, tengo que irme…

—¿¡Eh!? ¿Dónde crees que vas? —gritó Andrés, pero ya era tarde. Pedro se había desconectado.

—Este sabe algo —afirmó Ana—. Pero os digo que yo también, porque ayer, mi madre hablaba por teléfono con tu madre, Marta.

—Oh, noooo. Me lo temía. Es que no os he contado que mi madre ayer me dijo que habló con la madre de Pedro. Se están confirmando mis sospechas —lamentó Marta.

—¿Qué sospechas? —quiso saber Simón.

—Que mi madre, junto con los demás padres, nos ha preparado UNA SORPRESA. Creo que esto da miedito.

Cuando terminaron de hablar, el grupo permaneció callado un momento.

—Ahora que lo dices, mi madre ha estado todo el día fuera y ha llegado cargada de bolsas —dijo Simón.

—Y mi padre ha metido en la despensa yo que sé cuantas bolsas de chuches, patatas fritas, gusanitos… —recordó de pronto Andrés.

—Chicos y chicas, esto apesta a fiesta sorpresa. ¡Es increíble la que se ha liado por un pintalabios! —dijo Ana.

—Pues conmigo que no cuenten, la última vez nos hicieron bailar y odio bailar —protestó de nuevo Andrés. Fue fácil imaginarlo de nuevo con los puños cerrados.

—Lo peor es que suena a encerrona y encima Pedro parece estar al tanto de que algo se cuece —dijo Marta.

—Ya, pero seguro que a él tampoco le han dicho todo. Intenta invitarlo de nuevo a la conversación. Tiene que saber lo que acabamos de descubrir y decidir si nos cuenta lo que sabe o no —propuso Jaime.

Pedro apareció de nuevo en pantalla y escuchó perplejo cada detalle.

—Me temo entonces que mañana efectivamente tenemos fiesta. Veréis lo que yo sé es que la madre de Marta habló con la mía y que mañana iréis todos al cumpleaños de mi prima, como agradecimiento por ayudarme por el malentendido del pintalabios —explicó Pedro.

—Entonces misterio resuelto —dijo Ana

—No tanto —aclaró Pedro— porque lo que yo sé es que veníais al cumpleaños, pero es que mi disfraz ha desaparecido y sospecho que lo tiene mi madre. Le he preguntado por él y me ha respondido «estará en tu armario ». No tiene sentido esa respuesta y que ni se preocupe, cuando lo que le acabo de decir es que MAMÁ, MI DISFRAZ NO ESTÁ EN MI ARMARIO.

—UMMM —Simón entrecerró los ojos— Por favor, que no esté tu disfraz en mi casa.

—¿Por qué iba a estar mi disfraz en tu casa? —quiso saber Pedro intrigado.

—Porque ahora que lo pienso, era una bolsa muy grande y sobresalía algo azul, que juraría que era una peluca —le aclaró Simón.

—¿NOS VAN A DISFRAZAR A TODOS DE PAYASOS Y PAYASAS? —gritó Andrés— ¡JA! ¡QUE NI LO SUEÑEN!

De nuevo se hizo silencio y a todos les recorrió un escalofrío por la espalda.

Continuará…

Publicado en A partir de 6 años

El sueño de Amalia

El sueño de Amalia

Amalia es una pequeña niña, linda y muy dulce, como todos los niños.

Ella adora los animales, pero nunca ha tenido uno en casa. Ese es su mayor sueño: tener una mascota a quien querer y con la que pueda jugar.

Su padre le ha explicado que no se deben comprar a las mascotas, ni tampoco ser regaladas.

—¿Por qué no se puede, papá? —preguntó lo niña, algo triste.

—Es para evitar que los animales sean luego abandonados por las personas. —contestó su padre, tratando que su pequeña le entendiera.

—Yo lo querría mucho, y nunca, nunca, le haría daño ni lo abandonaría —fue la respuesta de Amalia y sus palabras llegaron al corazón de su papá.

—Lo sé, mi niña. Quizás un día, cuando estés algo mayor y sepas como cuidar a un perrito, darle su alimento, bañarlo y puedas limpiar todo si ensucia, entonces te llevaré a un refugio para adoptar un pequeño cachorro, el que más te guste.

Los ojos de Amalia se iluminaron como dos estrellas brillantes. Esa es su gran ilusión y esperará el día en que pueda adoptar a su mascota.

—Gracias, papi. Me alegraré mucho si lo podemos hacer.

Y Amalia se sentó en un lugar del salón, imaginando que tenía a el pequeño perrito en sus brazos, que jugaba con él. Cuando eso sea una realidad, le pondrá un bonito nombre, cuidará de él y le dará mucho amor. Será como tener un amiguito con quien compartir momentos felices.

Amalia imaginaba el momento cuando jugaría con su perrito.

Un año después, cuando Amalia tenía seis años, su padre la llevó al refugio a buscar un perrito que necesitara un hogar. Allí, apenas entrar, su mirada se dirigió al lugar donde una pequeña perrita de color canela estaba echada, como esperando a que alguien fuera por ella.

Hicieron los arreglos y le dieron a la pequeña chihuahua en adopción. Al llegar a casa, el padre pregunto:

—¿Qué nombre le pondrás a tu amiguita?

Amalia mostró una gran sonrisa y le contestó:

—Canela, se llamará Canela, como el color de su pelo.

Desde ese día, la casa se llenó de alegría y risas con los juegos de Amalia y Canela. Eran dos seres hermosos: ella llena de ternura, y la perrita, inteligente y juguetona, aunque también era algo ruidosa, con sus agudos ladridos.

Nota del autor: Dedicado a mi sobrina nieta, Amalia, por su cumpleaños.

Autor: Adalberto Nieves. @Yocuento2

Imágenes: Fotos del autor e imágenes de Pixabay

Publicado en A partir de 6 años, Poesía

El jabalí y la ardilla (Juan Carlos Burgos y Ana, escritores invitados)


Érase un bosque poblado

con árboles y animales,

unos altos, otros jóvenes

y sólo algunos frutales.


En lo profundo del bosque,

un gran jabalí habitaba,

fuerte y fiero, que comía

más que lo necesitaba.


La ardilla desde la rama

ve con preocupación

que todos los frutos come,

el jabalí abusón.


Decide bajar y le habla,

vence al miedo,

alza la voz:

«¡Para! ¡que si te lo acabas,

el hambre será más feroz!


Hoy el árbol te alimenta,

pero un día fue semilla.

¡Deja que algún fruto crezca!».

Dio su consejo la ardilla.


Y lo entendió el jabalí.

La ardilla tiene razón:

ni egoísmo ni impaciencia,

pues nunca habrá mejor ciencia

que paciencia y corazón.

Autores: Juan Carlos Burgos @JuanRuache y Ana @seriesvspelis

Publicado en A partir de 4 años, Cuento

El abuelo Alberto por Santiago@SHojalata(autor invitado)

El Abuelo Alberto llevaba tiempo preparando una cometa: «Será la mejor cometa del mundo y se la regalaré a mi nieto— decía».

Era una cometa llena de color, con hilo suficientemente largo para volar, como la imaginación en los sueños de los niños. Y con jirones resistentes, para que no cualquier viento pudiese derribarla o romperla.

Era la mejor cometa, más bonita que las que se vendían en las tiendas. Sobre todo, porque estaba fabricada con las manos gastadas del buen Alberto.

Esa tarde, hubo mal tiempo… y la tarde siguiente también. Pero al fin llegó el día perfecto. El abuelo se fue a la plaza. Solo, como tantas veces.

Mientras caminaba, recordaba lo maravillosa que había sido su vida con su amada Isabel. Pero por cosas del destino, no pudieron tener hijos.

Los años pasaron, Alberto e Isabel se amaban y siempre estaban rodeados de amigos y los hijos de estos. Pero un día, Isabel partió al mundo de las estrellas. Y poco a poco, sus días se fueron llenando de soledad. Así, ideó un plan, para que a ningún niño del barrio le faltasen juguetes.

Al fin llegó a la Plaza, al poco tiempo vio a un niño que no tenía amigos ni hermanitos para jugar. Su mamá lo animaba a que se acercase a otros niños, pero el pequeño era tímido.

El abuelo, con su rostro bonachón, se acercó primero a la mamá, ofreciendo la cometa para su hijo pequeño. Lucía conocía de vista al abuelo, era alguien popular y querido en el lugar, por su noble y desinteresado corazón. Por supuesto, le dio una gran alegría que quisiera compartir su hermosa cometa con su pequeño.

Minutos después, presentación mediante, ahí estaba Alberto, con una sonrisa radiante y su nieto — por esta tarde — llamado Matías o Mati, como le decía su mamá.

No importaba que Mati no supiera remontar la cometa. No importaba que no fuese su nieto. Esa tarde, abuelo, nieto y madre; disfrutaron todos juntos jugando con la cometa. Y además, el pequeño, se animó a compartirla, con otros niños, que desde hoy serían sus amiguitos.

Un día más, Alberto, el abuelo del barrio, se fue a su hogar con una sonrisa en su rostro, feliz de tener otro nieto, con quien jugar y compartir sus juguetes fabricados a mano.

Recuerda: si te sientes solo no pierdas la esperanza, siempre habrá alguien dispuesto a jugar contigo.

Autor:

Santiago Pereira Yaquelo.

@SHojalata

Ilustraciones: Pixabay.

Publicado en A partir de 11 años, Cuento

Coraje, un Conejillo de Indias. Capítulo 4. Final

Ya afuera, me erguí (todo lo que se puede enguir una pequeña ratita como yo), moví mi hocico 360 grados miles de veces, y salté frenéticamente hacia la mole.

En ese momento la montaña volvió a temblar; el eco que semejaba una explosión de palabras se convirtió en un atormentante llanto. La estructura comenzó a partirse en dos (como lo había hecho antes el arcoiris), y se dejó ver, al final de un camino (un verdadero camino de tierra), a casi cincuenta metros de distancia, una enorme cascada.

No había más nada que hacer que lo que mis patas, roji-peludas y pequeñas, me pedían: correr hacia ella a toda velocidad. ¿Era esa el agua ansiada que tanto habíamos buscado? No lo podía creer. En medio de la euforia que me hacía correr a toda velocidad sentí que aquel medio kilómetro se me hizo tan corto como unos pocos pasos.

Y al llegar me lancé de un salto, como un dibujo animado, sin miedo a caer al vacío, hacia las alborotadas aguas que corrían debajo de la gran cascada. Hundido en el agua, con todos mis pelos empapados, vi mi color rojo perderse por completo y, como un perfecto ratón albino, seguí moviéndome con la corriente del inmenso lago que recogía esa perfecta, pura, y cristalina agua.

Hasta que logré subir a la superficie, y ahí, como una boya regordeta, sin el más mínimo rastro del color que toda la vida me había caracterizado, vi a todos mis hermanos saltando como locos, por encima de mí. Cada uno de ellos siguió mis pasos hacia el hermoso lago.

Mientras me rodeaban por todos lados, sintiendo sus chillidos descontrolados de alegría, entendí que nunca había sido mi color, ni el hecho de no tener cuerdas vocales, lo que me hizo llegar a la meta.

Yo era uno más, de entre tantos; y como tantos, no tenía nada diferente que me ayudara a liderar aquella valiente travesía. Era solo una ratita que creyó estar preparada para salvar al mundo, respaldada por el mejor equipo de amigos, y con una pequeña arma secreta: coraje. Pensé que quizá así debía llamarme a partir de ese momento.

Y así lo grité (o lo chillé): «me llamo Coraje». Mi nombre rebotó en todos mis alrededores desde mis perfectas cuerdas vocales (fuertes como la misma mole que casi nos había aplastado), que por primera vez me hacían hablar. La felicidad me llenaba el alma mientras veía mis pelos empaparse con aquella maravillosa agua.

Fin

Imágenes: Canva