Todo comenzó el día que la maestra le dijo a Dieguito que a un concurso de baile tenía que asistir, al oír la noticia, su pancita le empezó a crujir y al saber eso mucho miedo le hizo sentir pues a París tenían que ir.
Sus días se vistieron de gris, hasta había perdido las ganas de reír, los demás niños no entendían que pasaba, si Dieguito siempre era el niño más feliz.
Al día siguiente, preocupado por él, se acercó su amiguito Luis y le preguntó qué era lo que lo tenía así, fue entonces cuando Dieguito le contó que ser elegido para el concurso parecía un desliz…
—Vamos, no puedes estar así, de todos tú eres el mejor bailarín. — sonriendo le dijo Luis
—Debo confesarte que nunca aprendí a bailar “Twist”. — temeroso dijo Dieguito
Luis le sonrió y le dijo:
–Ya no te preocupes más iremos con mi tía Beatriz, ella es la mejor bailarina de Twist. —
Un ligero suspiro lanzó Dieguito y presuroso acompaño a Luis.
Al llegar con un gran beso los recibió la tía Beatriz. Luis le contó la historia de Dieguito.
—Ni se diga más y bailemos Twist. —chasqueando los dedos dijo la tía Beatriz.
―Una profecía ―repitió Río con desdén―. No soy tan importante para que las brujas me incluyan entre sus profecías. ―Dio por concluida la conversación y se dispuso a retomar su carrera. No tenía tiempo que perder, escuchaba los latidos del reloj como tronaban en su cerebro.
La mujer de cabellos azules y ojos de la misma tonalidad le franqueó el paso para que no siguiera adelante.
―No puedes ir. La profe…
―La profecía ―le cortó Río con aspereza. Buscó un hueco para pasar entre ambas, pero sus movimientos eran ágiles y rápidos y se anteponían a sus intenciones. Recordó que podían leer el pensamiento e intentó dejar la mente en blanco y que su cuerpo guiara sus acciones, pero tampoco funcionó. ―¡Dejadme pasar! ¡No tengo tiempo para juegos!
―No. ―Aquella negativa sonó desde dentro de la mujer de los cabellos azules con tal fuerza que simuló a un trueno. Varias bandadas de pájaros levantaron el vuelo desde distintas zonas del bosque y empezaron a danzar sobre sus cabezas de forma circular en un ritmo de velocidad ascendente.
―¿De qué vas? No puede impedirme ir, no eres mi madr…
―Sí, lo soy, sabes que lo soy.
―Los lazos de sal y sangre no significan nada para mí. Mi madre es Erin Mayer, la señora que ha velado por mí desde que nací. Me abandonaste, me dejaste a manos de un ser espeluznante para que me dejara en la puerta de un orfanato. Ni tan siquiera te molestaste en llevarme tú. No vengas, a estas alturas a hacer de madre. ¡Madre de quien! ¡Márchate, lárgate de aquí, esta es mi casa y voy a cuidar de ella!
La mujer de los cabellos azules escuchó a Río midiendo su expresión corporal, sus gestos. Estaba convencida que aquella explosión de emociones era una mera estratagema para pillarla desprevenida. Así fue. No tardó en llegar el tercer intento de cruzar. Esta vez no se anduvo por las ramas y le lanzó una cuerda de agua alrededor del cuello que se solidificó en contacto con la piel de Río. La muchacha zarandeó para liberarse de las ataduras hasta que acabó sentada en el suelo.
Río aprovechó unos minutos para estudiar a sus contrincantes. Físicamente, se apreciaba que la mujer de cabellos azules y Río eran dos gotas de agua del mismo caudal con distinto años de origen. Río no tuvo ninguna duda. Aquella mujer o ser femenino era de su misma especie y era su madre. A pesar de que nunca antes la había visto y ni siquiera sabía de qué especie eran. El otro ser parecía de la misma edad que Río, pero tuvo ciertas dudas de que así fuera. Había estudiado con Nini algunos seres no humanos que poseían una gran longevidad y podía tratarse de alguno de ellos. Ambas podían contar con más años de sal y agua de los que aparentaban. La segunda mujer era rubia, con cabellos color del oro, ojos verdes y parecía recién salida de un libro de cuentos de hadas. Imaginó que pasaba horas peinándose el cabello en la orilla del río, canturreando y con pajaritos revoloteando a su alrededor. Sonrío por la ocurrencia y se lo reprochó así misma. No había tiempo. Las otras dos mujeres también sonrieron. Habían escuchado con total nitidez sus pensamientos.
―No soy un hada, aunque sí que me encanta peinarme en la orilla del río, me relaja después de un día largo. ―La mujer de cabellos azules le dirigió una mirada severa―. No te enfades conmigo. Ha salido a ti. O le das la información que necesita o será difícil que le impidas que acuda a la tragedia que se está fraguando. Somos Náyades, somos ninfas de agua dulce, ligadas al río Naydés. Tú también lo eres. Ese ser espeluznante que te entregó era Espectral. Lo hizo siguiendo las indicaciones de la profecía. Lo que está escrito, se cumplirá, lo quieras o no. No puede cambiarse, no debe cambiarse. Son puntos fijos en el tiempo. Intentar modificarlos puede ocasionar graves repercusiones tanto para ti como para el resto de seres que están llamados a cumplir su cometido. Si vas, cruzarás la línea de la muerte y puede que no regreses entre los vivos. Está escrito en la profecía. Cada acción, sus variantes y las consecuencias de cada una de las decisiones posibles. La naturaleza está muriendo, lo sabemos, debe hacerlo. O…
―¡Estáis locas! Está sucediendo ahora, se puede parar. Sois capaces de hacerlo y estáis aquí sin hacer nada, enfrascadas en una charla que no tiene sentido para darme largas. No os importan lo más mínimo los seres vivos del bosque.
―Lloramos su pena ―intervino la mujer de los cabellos azules.
―¿De qué les sirve vuestro llanto? ¡Soltadme!
Río se levantó del suelo y con un movimiento brusco rompió las ligaduras de hielo que la retenían. Cambió de estrategia, retrocedió varios metros y se impulsó por encima de sus cabezas e inició la carrera hacia su destino.
Si tenía que morir para salvar ese tramo del bosque que así fuera.
Andrés fue a la entrada para recoger a Ana y se dirigieron a la parte trasera del escenario. Ruth estaba allí sentada con cara de pocos amigos y Pedro lanzaba caramelos para encestarlos, sin mucho éxito, en en un bol vacío.
—Vaya, ¡qué ambiente! —dijo Ana con un silbido, al ver las caras de desánimo en todos— ¿Qué hace Ruth aquí?
—Nos va a ayudar —le contestó Marta guiñándole un ojo.
Rápidamente entendió la complicidad del guiño de su amiga y le siguió la corriente.
—¡Qué bien Marta! ¡Menos mal que has conseguido ayuda! ¡Gracias Ruth, por echarnos una mano! —dijo Ana mirando a la malhumorada Ruth.
—Que sepáis que me importa muy poco lo que traméis y que en diez convincentes minutos me marcho de nuevo a la fiesta diciendo que ya os he ayudado —respondió Ruth, dejando a todos perplejos.
—Pues que sepas tú —dijo Bea—, que no vamos a permitir que sigas fastidiando y que le debes a Pedro una disculpa.
—Que ya me he disculpado por acusarlo en el colegio y todo ese asunto del pintalabios, ¿o es que estás sorda? —contestó Ruth haciendo muecas.
—Por la boca chica y falsamente —respondió Bea enfadada.
—¡Chicas! —intervino Marta— no os peleéis, mi prima Ruth ya se ha disculpado y estoy segura de que se quedará para ayudarnos, ¿no es así Ruth?
—¡No! Y además creo que me largo ya, vaya a acabar disfrazada de payasa —Ruth se levantó y se marchaba cuando añadió: —Por cierto, vosotros no necesitáis disfraz, ja, ja, ja —la risa de Ruth se perdió entre la música infantil y los gritos de los niños jugando.
—Perdóname Marta, pero tu prima es odiosa —dijo Bea.
—Vaya, pues se nos ha escapado, es muy lista y se ha dado cuenta de mi intención. Pensaba que era buena idea que subiera al escenario con Pedro —explicó Marta suspirando y dejando caer un disfraz de payaso en la mesa.
—¿En serio ese era tu plan? —Pedro estaba enfadado—, Marta, esta sorpresa para mi prima es muy importante y Ruth la podía haber fastidiado.
—Lo siento Pedro, pero es que me saca de mis casillas y quería darle una lección —se disculpó Marta casi a punto de llorar.
Pedro se dio cuenta y la calmó tocándole el hombro.
El disfraz de Pedro fue un éxito. Repartió pequeños muñecos de peluche a todos los niños, después salió al escenario haciendo que tropezaba con los enormes zapatos y caía al suelo, donde había una bolsa que sonaba con gran estruendo cada vez que la pisaba, entonces hacía que se asustaba y volvía a tirarse al suelo. Los niños reían y reían y la prima de Pedro era la que más gritaba:
“Pisa la bolsa de nuevooo”.
La fiesta estaba siendo un éxito y los niños más pequeños se lo pasaban genial. Los adultos desaparecieron y tampoco había rastro de Ruth por ninguna parte, así que pensaron que lo más probable era que ella y sus padres se hubieran marchado.
Pedro ya había bajado del escenario y tomaba un refresco con sus amigos. La Pandilla de los saltamontes había hecho un gran trabajo, todos los niños, sobre todo su primita pequeña, lo estaban pasando genial.
Pero entonces la música cambió con un redoble de tambores y las luces se apagaron, quedando iluminados solo el escenario y los farolillos del jardín. Justo después sonó una canción de cumpleaños, mientras al escenario subían muñecos gigantes: un oso panda, un pequeño mono, un tigre y hasta una enorme rana que traía una tarta con velas encendidas. La prima de Pedro subió al escenario, pidió un deseo y sopló las velas.
Subieron al escenario unos muñecos con forma de animales, Marta y sus amigos pensaron que podían ser sus padres y que esta era la gran sorpresa. Todos los animales eran muy grandes, salvo un pequeño mono que parecía enfadado.
—¡Qué bonito! No me lo esperaba para nada —dijo Marta.
—¿Son nuestros padres? —preguntó Andrés.
—Seguro que esta era la sorpresa, pero ¿quién es el mono? Es demasiado bajito —observó Ana.
—Es verdad, bueno, sea quien sea, ha hecho un buen trabajo —dijo Bea.
La música cesó, se encendieron las luces nuevamente y los muñecos gigantes bajaron del escenario para jugar con los niños que los abrazaban.
Observando bien la escena, el pequeño mono intentaba huir, pero el tigre lo agarraba de la mano con firmeza y lo volvía a llevar hasta los niños.
Cuando la fiesta terminó, el mono se dirigió a un banco para descansar y se descubrió la cabeza para beber agua.
El misterioso pequeño mono que estaba tan enfadado resultó ser Ruth.
Ruth estaba sudando y enfadada, se quitó el disfraz, lo dejó en el suelo y antes de marcharse le dio una patada a la cabeza de mono de peluche que le había hecho sudar tanto.
—Ja, ja, ja —rió Bea.
—¡Qué mona! —gritó Ana, para que Ruth la oyera.
«Me las pagarán », se dijo Ruth, mientras se alejaba hacia el coche de sus padres. Estaba furiosa. Había perdido esta batalla, pero no la guerra y esto no iba a quedar así.
La pirata Triquiñuelas se ha vuelto a enfadar va con los puños cerrados de aquí para allá.
Alguien ha comprado su isla del Paraná. Un hotel le han colocado y de quince plantas además.
La pirata Triquiñuelas ha ido a por su cofre del Tesoro, pero alguien ha comprado su isla y ha construido un hotel de quince plantas.
A su cueva del Tesoro es imposible llegar, hay turistas nadando donde tiene que bucear.
Cuatro brazadas al norte y al este otro par. Después de los corales su cofre está.
El tesoro de la pirata Triquiñuelas se encuentra justo donde nadan los turistas. Eso le está enfadando mucho y los quiere asustar con sus cañones y piratas.
A los turistas asustará con sus cañones oxidados y sus piratas de mar.
<<¡Es pan comido!>>, se dice, y pone al barco a navegar. pero han visto niños nada más llegar.
A la pirata Triquiñuelas le dan miedo los niños, por eso esperará a que llegue el invierno para volver a por su tesoro.
La pirata Triquiñuelas Con niños no se meterá. Ellos le dan miedo cuando comienzan a gritar.
—Los niños son valientes— dice su loro al pasar por los toboganes retorcidos ha visto a los niños escalar.
Para el loro de la pirata Triquiñuelas, los niños son muy valientes porque escalan para subirse a los toboganes.
Cuando llegue enero Triquiñuelas volverá. Sin turistas ni niños, su botín podrá rescatar.
El día estaba fresco y soleado. Peter el pirata, tenía parado a un lado a, su contramaestre Sebastián, y al otro, sobre su hombro posado, su perico verde y mal hablado, John.
Navegaban en el precioso mar azulado.
—Qué bonito día para pescar —Dijo el capitán pata de palo.
—Si el capitán lo desea, las redes y unos anzuelos preparo. ¿le ordeno a los marineros, que suelten el ancla?
—Eso es lo que deseo. ¡Tomemos un descanso, ahora que el océano está manso! Llama también, al marinero que le dicen “patas de ganso” —Concluyó Peter el pirata.
Luego se quitó la bota, para andar descalzo. Colocó la carnada en el anzuelo y, lanzó el cáñamo, hasta donde le alcanzó, la fuerza de su brazo.
—¿Me ha llamado, capitán? —Preguntó el marinero.
—Sí, “pies de ganso” Te llaman así, porque eres el mejor nadando. Eso lo sé. Y debajo de nuestro barco, hay moluscos deliciosos. Ve al fondo y trae las mas grandes almejas, pues haremos una sopa en las vasijas viejas.
Peter atrapó tres peces espada, en una batalla muy tardada. En la isla del pirata, hicieron una fiesta donde, le agradecieron al dios del mar que los alimenta.
En medio de los días nublados y las tormentas. Entre las jornadas largas en busca de tesoros en los mapas. Esta bien que los piratas, se tomen un día para descansar. Yendo por la mañana de pesca, para que en la tarde se merezcan una bonita fiesta.
Río corría a medio latido por encima de sus posibilidades. No tenía tiempo que perder. Faltaban a penas tres horas para que la vida humana se reiniciara en el orfanato y notaran que no había dormido en su cama.
Corría y corría adentrándose cada vez más en la profundidad del bosque. Toda la montaña guardaba memoria y le mostraba el camino más rápido y seguro hasta llegar a la última gota del río Naydés. A ambos lados de ella, en un movimiento envolvente, las hojas de los árboles se movían para indicarle por dónde era más seguro continuar. Cruzó el camino de tierra roja. Con forme realizaba el avance, el camino se volvía más estrecho y empinado. Pronto inició el ascenso por el Corazón de la montaña. En aquella zona los troncos de los árboles estaban muy juntos y las ramas se abrían en abanico juntando sus copas. Desde un plano más elevado de la montaña daba la sensación de que todo aquel sector estaba formado por un único árbol. Aquel manto de hojas que tenía sobre su cabeza proporcionaba la sensación de una noche cerrada y perpetua, perfecta para aquellas criaturas del bosque que deseaban mantenerse en la clandestinidad. Los ojos de Río se acomodaron a la carencia de luz y sorteaba los obstáculos con agilidad. Apretó su carrera para impulsarse en un terraplén y agarrarse con ambas manos a una cuerda que pendía del último árbol de la zona. Se balanceó en la cuerda hasta que consiguió altura suficiente para saltar al inicio de la siguiente zona del bosque.
Allí, siempre se detenía unos segundos para inspeccionar la zona. Algo o alguien la observaba, aunque no pudiera verlo. Estaba segura. Desde la primera vez que puso el primer pie en aquel sector había mantenido esa certeza. Esa noche no era una excepción. Prestó atención y escuchó:
―¿Es ella?
―Sí.
Era la primera vez que Río escuchaba un fragmento de conversación. La segunda voz le resultó familiar. En su mente se proyectó una imagen que no le pertenecía de un recuerdo que no era suyo: una mujer de cabellos azules acariciándose el vientre abultado. Estaba embarazada. Debía ser su madre o algún miembro de su familia. Que así fuera no significaba gran cosa para ella. Los lazos de sangre y el amor no siempre iban unidos de la mano. Su familia la abandonó en un orfanato. Se deshicieron de ella como si fuera el envoltorio de un caramelo.
Giró sobre sí misma en busca de aquellas voces.
―Sé quién eres ―Río alzó la voz. ―Sal.
―¿Cómo puede saber tu nombre? ―preguntó la primera voz.
―¡Cállate! No lo sabe. Para ella solo es un imperativo de un verbo ―reprendió la segunda voz con aspereza.
―Pero… ¿Cómo puede escucharnos? Es imposible…
―¡Cállate!
―No estoy hablando…
―Deja tu mente en blanco, puede leernos.
―¿En serio?
Fue lo último que escuchó Río, pero presentía que aquellos seres, no humanos, seguían presentes.
―No tengo tiempo para juegos ―alzó la voz. Sabía que aquella conversación entre ellas la había leído de sus mentes, pero quería asegurarse de que la escuchaban. ―Si deseáis seguir en las sombras del bosque que así sea. Lago Alto está en peligro. Es más importante que andar persiguiendo voces cobardes que no dan la cara. Espero que no estéis detrás de este mal que acecha en el bosque. ―Habló el lenguaje desconocido:
Porque los lazos de sangre
que nunca fueron alimentados,
nunca fueron anudados
con la raíz de la misma cuerda.
Lo que debió ser
pasó de largo,
y en este ahora
no hay sangre,
solo lazos anudados y que están por anudar.
Vete lejos, madre de sal y sangre.
Vete lejos, porque la Madre tierra
me llama y no puedo negarme
a escuchar su llamada.
―¿Quién le ha enseñado nuestro idioma? ―Pensó una voz. ―¡Au! ―gritó. Río imaginó que había recibido un codazo para que dejara la mente en blanco.
Cuando Río se disponía a reanudar el trayecto la mujer de los cabellos azules salió y le cortó el paso.
―¡No estás preparada para limpiar el mal que acecha a la montaña! ¡Vete a casa o acabarás mal! ―Su voz sonaba áspera.
―¿Es una amenaza? ―Río clavó sus ojos en aquella mujer. La voz dubitativa permanecía en un segundo plano.
―No, es una profecía.
Imagen destacada de portada: Andrea Obregón Mantecón.
Que sentimientos tan indescriptibles siento al caminar por este campo verde, que hizo parte de mi pasado. En mi memoria de niño aún prevalecen ciertos recuerdos del ayer. Aunque hace varios años que ya no están los maizales, ni su antiguo guardián. Un viejo muñeco de paja, que tenía cara de anciano con sonrisa pícara, curiosamente vestía las ropas viejas del abuelo. Suena algo inocente, pero aún me intriga saber: ¿para dónde se fue con su encanto y aquella magia que todavía me hace suspirar?
De chiquillo me crié junto a mis abuelos, en esta hacienda, después del divorcio de mis padres. Cuando llegué lo primero que hice fue observar con asombro lo feo que era aquel espantapájaros que cuidaba los cultivos de maíz. Me genera risa recordar a ciertos pájaros que llegaban a comerse las mazorcas, entonces algo sobrenatural sucedía y los pobres pajarracos salían despavoridos volando. Ahora intuyo porqué salían aterrados. Aquel espantajo siempre había estado en el plantío desde que mi abuelo tenía uso de razón. Dicen que aquellos muñecos de paja son terroríficos, sobre todo cuando cae la noche; yo pienso que sí, y no.
A mi desgastada memoria llega la noche del incendio en el establo. Por un descuido involuntario un obrero dejó una lámpara dentro de las pesebreras. Los gatos saltando sobre el heno, tratando de cazar a un asustado ratón, la tumbaron, originando la conflagración. El olor a humo se esparció con rapidez. Todos en la hacienda afanados con mangueras y baldes en mano, echábamos agua. Esa noche después de mucho tiempo observé por fin reaccionar a mi madre, al ver las caras de los abuelos a punto de llorar, cuando escuchaban el relinchar de los pobres caballos sin poder salir. Las llamas obstaculizaban la única entrada y salida. El viento zumbaba más de lo normal. Si no salían los corceles de las pesebreras, corrían peligro de morir calcinados. Los vecinos vinieron con rapidez a socorrernos. De un momento a otro se escuchó el tropel de las bestias. Sin darnos cuenta atravesaron la puerta y salieron a todo galope hacia los cultivos.
Recuerdo que me quede ahí paralizado, y de manera extraña observaba las flamas que parecían tener vida. Quedé frío al ver aparecer al espantapájaros; se le iluminaron más los ojos y sonrió; yo quedé atónito. Luego, con una mueca picarona me guiñó un ojote, abriendo su bocota inmensa de paja. Con su mano algo quemada hizo el gesto de que todo estaba bien. No salía de mi asombro, cuando de un momento a otro el fuego lo devoró y se apagó. Sin poder cerrar mi pequeña boca empecé a sentir las gotas de lluvia sobre mi rostro. Llevaban meses sin caer sobre mí; desde que papá se marchó. Reaccioné al inhalar el olor a tierra mojada que se mezcló con el humo. Una mano palmoteó sobre mi hombro, y con voz fuerte reafirmó:
—Créeme, ya todo está bien; descansa—Quise girarme, pero no pude; perdí el sentido.
Al día siguiente desperté con mi pijama puesto, azaroso me asomé por la ventana; el establo tenía uno cuantos quemones en la entrada, pero no se notaban daños graves. Escuché a mi abuelo hablar con los caballos:
—¡Se salvaron de milagro, amigos!; ¡cuenten qué pasó!—. Los equinos escasamente relincharon después de aquel susto.
Yo bañé mi cuerpo, medio cepillé mis dientes, di gracias, y salí de mi habitación. No deseaba desayunar pero mi madre y abuela me obligaron; me quemé la lengua por el afán de terminar. Ansioso salí directo al establo, entré buscando algo que no sabía. Curiosamente observé que no había nada calcinado adentro, solo un heno levemente chamuscado. Eso fue raro, me causó sospecha, ya que la candela se había originado ahí.
Pensando en los hechos ocurridos, me dirigí rumbo al maizal. Allí estaba él, con su mirada perdida, con las vestiduras desgastadas de mi abuelito, y ese gesto en su cara que emulaba una sonrisa; no puedo decir que me causó terror o miedo, porque ya no fue así. Me senté bajo su leve sombra y le pregunté:
— ¿Tú salvaste a los caballos anoche?— esperé escuchar una respuesta, pero nada; simplemente nada.
Salí decepcionado, como otras veces. Primero mis padres, ahora él, suspiré refugiándome en mi soledad contando mariposas de colores.
En el recreo, la pandilla se reunió en el banco de siempre, menos Pedro, que caminaba solo y pensativo al final del patio.
—Oye Andrés, ¿no ves a Pedro raro? Lleva todo el recreo dando patadas a ese bote.
Andrés miró hacia donde Bea señalaba, al fondo del patio, donde el suelo era tierra seca por la falta de lluvia, cerca del pinar vio a su amigo Pedro, cabizbajo y desanimado.
Andrés observó que su amigo Pedro estaba solo al final del patio, cabizbajo y triste.
—Ahora que lo dices, sí Bea. Se comporta raro. Voy a hablar con él —observó Andrés.
Mientras Andrés corría hacia Pedro, Bea fue en busca de Marta.
—¡Ey, Pedro! —la voz de Andrés lo sacó de sus pensamientos.
—¡Hola Andrés! —seguía dando patadas a un envase de zumo vacío y cada vez que lo hacía, se levantaba una pequeña columna de polvo.
—¿Va todo bien? —Andrés prefirió preguntarle directamente.
—¿Cómo va a ir todo bien en un colegio como este donde creen a la más mentirosa? —contestó Pedro apretando los puños.
—¿Qué ha pasado? —Andrés estaba muy intrigado.
Pedro tardó en contestar, se limitó a dar otra patada a un bote del suelo y después de una pausa, contestó:
—Nada, Andrés, no puedo contártelo. De todas formas pronto te enterarás, gracias a Ruth, debo ser la comidilla de mi clase. Si tienes curiosidad pásate por allí, yo ahora tengo algo que resolver y mucho que pensar. ¡Ah! ¡¡Y NO ES PARA MI NOVIA!!
Andrés no entendía nada y parecía que Pedro tenía pocas ganas de aclararle lo que ocurría.
—Pedro, eh, que somos un equipo, ¡podemos resolver lo que sea! ¿Quedamos esta tarde por Zoom y nos lo cuentas a todos? Venga, somos la pandilla de Los Saltamontes —dijo Andrés intentando calmarlo.
—A ver, Andrés, que no puedo contarlo, déjame solo —la voz de Pedro sonó triste.
Andrés nunca había visto a Pedro tan enfadado. Algo muy grave le había ocurrido.
Andrés nunca había visto a Pedro tan enfadado y abatido.
—Pero si ocurre algo… —Andrés no terminó la frase, Pedro dio una patada a una lata del suelo que rebotó por casualidad en una papelera cercana. Luego se alejó enfadado mientras a lo lejos se escuchaba a la señorita Carmina:
—¡Oye, Pedro!, no vamos a permitir vandalismo en este colegio. Te acabo de ver dar esa patada a la papelera, ¿es que quieres volver al despacho del director?
Andrés ya había vuelto con el resto de los amigos y todos habían escuchado el grito de la señorita Carmina acusando a Pedro de vándalo. Estaban perplejos.
—¿Qué está pasando? —quiso saber Marta—, cómo es posible que a Pedro lo acusen de vandalismo? ¿¿Pedro en el despacho del director??
—Ummm, me parece que tu prima Ruth, está detrás de todo esto —dijo Andrés.
—¿Ya? ¿Tan pronto? ¡¡Pero si acabamos de comenzar el curso!! —Marta no se lo podía creer—, ¿y qué es lo que sabes tú, Andrés? —preguntó Marta.
—En realidad poca cosa. Nunca he visto a Pedro tan enfadado. Solo me ha dicho que no puede contármelo y que Ruth está detrás de todo y que si queremos enterarnos, que pasemos por su clase porque allí todos lo saben… y también me ha dicho algo muy raro… —dijo Andrés pensativo.
—¿El qué? —Marta miraba a Andrés con los ojos muy abiertos.
—Que no es para su novia… —contestó Andrés.
—Pues ahora sí que estoy intrigada—dijo Bea.
Todos se sentían igual.
Sea lo que sea —continuó hablando Bea—, Pedro es muy legal y buena persona, esa acusación de vandalismo es falsa. Alguien ha convencido a la señorita Carmina de lo que no es y nosotros sabemos quien es ese alguien.
El director del centro apagó la pantalla del ordenador, se quitó las gafas y miró perplejo el pintalabios que la profesora Carmina había colocado enfadada sobre su mesa.
—Parece ser, Oscar, que Pedro pensaba hacer vandalismo en las paredes del centro.
Ahora a Pedro sí que no le cabía duda, la malvada Ruth había jugado bien sus cartas, pero aún se preguntaba, ¿cómo es que sabía lo que guardaba en el bolsillo? ¿Lo habría espiado? De lo que estaba seguro es que esta era su venganza. Creía que había escarmentado desde que recibió aquel castigo por robar contraseñas… pero ahora comprendía que Ruth sencillamente disfrutaba fastidiando a los demás.
Oscar, el director, observó a Pedro, le tenía especial cariño y sabía que no era ese tipo de niño. Si guardaba un pintalabios en el bolsillo seguro que no era para hacer algo malo y «además, ¡qué absurdo!», pensó.
—Bueno… Carmina… no tenemos pruebas… para… —no terminó la frase.
—Ruth puede afirmar lo que escuchó decir a Pedro por teléfono. —El director guardó silencio y reparó por primera vez en Ruth, sin duda una niña conflictiva en la que no confiaba.
—Así es don Oscar —Ruth hablaba con seguridad—. Antes de clase, Pedro grabó un audio a alguien que decía: «Ya tengo el pintalabios. Me ha regalado Marta uno de su madre que ya no utiliza y es justo el que buscamos. No me ha preguntado para qué lo quiero. Ya sabes como es Marta de discreta. No imagina nada».
—¡Pero eso no demuestra nada! —la voz del director se estaba alterando y Ruth añadió rápidamente:
—Y luego dijo: «quedamos en la pared cerca de la escalera. Lleva algo para limpiar, para cuando terminemos».
Pedro estaba atónito, no podía decir para qué quería el pintalabios, lo había prometido, pero tenía que reconocer que así contado parecía que iban a hacer algo muy malo.
¿Cómo sabía Ruth todo lo que había enviado Pedro a su hermana por mensaje de voz? Lo habían espiado, y eso no estaba bien.
Hasta el director cambió su expresión y esta se tornó más seria al dirigirse a Pedro:
—¿Lo que ha dicho Ruth es verdad?
—Sí, don Oscar, pero no íbamos a pintar paredes ni nada. —Pedro respondió nervioso y atropelladamente.
—¿Y eso cómo lo sabemos Pedro? —la voz del director sonaba grave. —Para algo querrás el pintalabios, ¿no? y si no nos das otro motivo, no tengo más remedio que sospechar. Tú mismo acabas de decir que Ruth ha dicho la verdad.
Pedro miró al suelo, se encontraba entre la espada y la pared, o faltaba a su promesa o era acusado injustamente.
El director volvió a fijar su mirada en Pedro:
—Bien, Pedro, ¿puedes decirnos para qué querías este pintalabios?
—No puedo, señor —dijo Pedro con rapidez.
—¿Era para pintar las paredes de la escalera? —insistió el director.
—Le aseguro que no, señor —contestó Pedro mirándolo a los ojos.
Don Oscar, con el pintalabios en la mano, guardó silencio unos segundos mientras Pedro miraba muy enfadado a Ruth.
Pedro necesita el pintalabios y por culpa de Ruth lo va a perder. Se siente muy enfadado.
—Carmina, no puedo acusar a Pedro de nada. Lo único que puedo hacer es pedirte, como su tutora que eres, que requises su pintalabios y olvidemos este asunto —dijo el director con la intención de cerrar ya el asunto.
—¡Pero señor! ¡Necesito ese pintalabios para el domingo! Hoy es viernes y no podré conseguir otro como este a tiempo, ¡¡mañana sábado tenemos comida familiar en el campo!! —suplicó Pedro.
—Si no nos dices para qué lo quieres, me temo que no puedo ayudarte, Pedro. Sé que eres un buen chico, pero no puedo hacer más. Lo siento. —El director se levantó de su silla para invitarles a irse. Tenía una reunión en diez minutos y no podía entretenerse más.
Pedro estaba convencido de que el director era sincero y que si de él dependiera, le hubiese devuelto el pintalabios.
No hubo nada que hacer, la fastidiosa de Ruth había ganado.
En la avenida más grande de la ciudad, las tiendas competían por tener las vitrinas mejor decoradas y vistosas para atraer a los compradores. En una sola cuadra se podía encontrar zapaterías, tienda de ropa para damas, camisas, librerías y otras especialidades. La gente desfilaba por las aceras mirando y tratando de contener la tentación de entrar en alguna y comprar algo que no necesitaban, tan solo por ese atractivo que ofrecían los negocios. De cualquier modo, todas estaban siempre llenas de compradores que entraban solo por curiosear y salían cargados de bolsas con los artículos que no se pudieron resistir de comprar.
Un sábado por la tarde, Teresa, una joven madre de buena posición, salió con sus pequeños hijos Elizabeth y Julián, mellizos de siete años. Le gustaba llevarlos a caminar por esa zona que le era muy atractiva por la diversidad de tiendas que encontraban. Los niños estaban entusiasmados, pues sería buena oportunidad para pedir a su madre que les comprara algún regalo
Primero fueron a la heladería, lugar favorito de Julián quien adoraba los helados, no así Elizabeth, que prefería los dulces de la pastelería contigua a la heladería. Ambos fueron complacidos y cada uno disfrutó la merienda que quería. Pero faltaba lo mejor, lo que deseaban más que nada: entrar a la nueva tienda de juguetes, recién inaugurada. La juguetería destacaba sobre todos los demás locales por la atractiva decoración, no solo en las grandes vitrinas, sino también por los enormes muñecos y otros juguetes de grandes dimensiones colocados sobre las cornisas de la fachada. Era un espectáculo de color y luces.
Llegaron cerca de las cuatro de la tarde y la tienda estaba llena de visitantes. Una alegre música de carrusel complementaba el ambiente festivo del lugar. Al entrar, Teresa ya sabía que sería difícil mantener a los niños junto a ella atraídos por los juguetes que más les impresionaban. Les dio instrucciones de mantenerse juntos, no tocar lo que indicaran que no se podía tocar y en caso de perderse entre la gente, se reencontrarían en media hora junto a las cajas para pagar. No había terminado de dar las indicaciones cuando ya los niños estaban en camino de los rincones repletos de atractivos juguetes del almacén.
Allí comenzó la discusión entre los hermanos: mientras Elizabeth quería ver las muñecas, Julián era atraído por los juegos que tuvieran como tema el espacio, las naves espaciales y los astronautas. Decidieron entre ellos separarse para que cada uno pudiera ver lo que quisiera. Así lo hicieron. La niña fue feliz hasta los escaparates en donde se exhibían las preciosas muñecas en cajas, con sus trajes intercambiables y accesorios para peinarlas y adornarlas. Ella tenía una colección de esa pequeña figura de plástico en todas las ediciones que habían salido al mercado, pero seguro encontraría nuevos trajes y adornos para ellas.
Por su parte, Julián se dirigió a la sección de juguetes electrónicos, en donde se encontraban los juegos del espacio que él quería. Debía hacer una fila en la que los niños se formaban para pasar por un túnel que daba acceso al salón de exhibición. Era un túnel con barras de luces de neón que cambiaban de colores, mientras se escuchaba música de la guerra de las galaxias. El niño estaba muy emocionado, había esperado este momento con ansiedad.
Le tocaba su turno de pasar por el túnel. Delante de él iba un niño poco mayor y ya no había ninguno detrás por ser el último de la fila. Cuando el otro niño terminó su transito por el conducto, Julián se quedó unos instantes parado observando como cambia de color la iluminación al ritmo de la música. Avanzó otro trecho hasta que llegó al final del pasadizo. Dio un paso afuera y no entendía lo que pasaba. Por alguna razón que no se explicaba, no había nadie más allí. La música no se escuchaba y solo había oscuridad y frío. A pesar de eso, siguió y dio un paso adelante y su sorpresa fue aun mayor al darse cuenta que no pisaba firme. Se sentía flotar como si no hubiera gravedad. Se encendieron pequeñas luces que parecían titilar como las estrellas del cielo.
Estaba admirado de lo real de aquella escena y se sentía emocionado y feliz de haber venido a la tienda. Pero pasaban los minutos y seguía sin ver otra cosa. Comenzaba a preocuparle que estaba solo y no veía los juguetes ni a otras personas. Seguía flotando recordando las escenas de los astronautas en espacio, desplazándose lentamente sin poder controlar la dirección y lo mismo estaba un rato en posición horizontal o cabeza abajo. Aunque disfrutaba la sensación de no pesar nada y andar en ese espacio artificial sin usar sus pies, le causaba cierto temor por no saber cuanto duraría aquello.
Llegó un momento en que se sentía mareado y quería que terminara ese juego. Fue cuando vio, como una proyección tridimensional, una esfera luminosa que representaba a la tierra, pero parecía estar muy lejos de donde él se encontraba. De repente algo le hizo estremecer, escucho como una explosión y un destello a su alrededor y empezó a moverse muy violentamente, como si algo lo impulsara y lo dirigiera hacia el globo terráqueo. Tomaba aceleración y se desplazaba a gran velocidad. A su paso, se cruzaban pequeñas rocas como meteoritos, objetos metálicos como desechos espaciales y hasta un cometa que veía desde muy lejos amenazaba con estrellarse contra él.
Julián sentía una mezcla de miedo y emoción, como las que tiene cuando se monta en la montañas rusas, pero en mayor magnitud. Todas esas maniobras esquivando a los objetos y meteoritos le causaron malestar estomacal y mareos. En cierto momento perdió el sentido y cayó en un estado de sueño profundo, como la vez que lo anestesiaron en el quirófano del cirujano para extirparle las amígdalas. No tenía control sobre sí mismo y perdió todo contacto con la realidad.
Un golpe fuerte en su trasero lo despertó. Había caído sobre una especie de tobogán y se deslizaba por una pronunciada pendiente. No lograba ver nada, había una oscuridad absoluta. De repente comenzó a escuchar la música de carrusel que se oía cuando llegó a la tienda. Comenzaron a verse luces, la música se hacía más fuerte y en unos segundos salió de esa escena extraña y terminó el deslizamiento por el tobogán, cayendo estrepitosamente en medio de docenas de niños y personas mayores que al verlo caer, aplaudían y reían.
Julián se levantó algo avergonzado, recorrió el lugar con la mirada y divisó a su madre que estaba junto a su hermana al lado de la hilera de cajas de pago. Fue hasta ellas y no dijo nada. Teresa le recriminó que se había desaparecido y dejado sola a Elizabeth para ir solo a jugar en aquel salón. Julián no podía explicar lo que le había sucedido, ni tenía idea de como había ocurrido. Se limitó a disculparse y luego que su madre pagó la factura de la muñeca que compró Teresa, salieron de la tienda temiendo que se hiciera muy tarde. Julián no llevaba ningún juego nuevo pero si traía consigo la más espectacular aventura que podía haber disfrutado y que nunca olvidaría.