Todos decían que se acercaba el fin del mundo, pero para mí el mundo estaba demasiado lleno de gente y cosas; era imposible que tuviese un final. Además, no podía ser tan malo. Claro que significaba el fin de la vida, del planeta, del universo, del cosmos, de la existencia de todo lo que conocían hasta el momento (o al menos lo que creían conocer), pero yo simplemente no podía creer que tal cosa tuviera tanta repercusión, porque sentía que había algo después de ese fin.

Una vez oí a la señora del pelo blanco que vivía en mi casa (la que me tenía un poco de miedo al principio; la abuela de mi cuidadora), decir algo que se me quedó grabado en mi peluda cabeza, para siempre. Cuando lo dijo sonó tan alocado que todos tomaron la actitud característica: oídos sordos a sus palabras. Evidentemente era otra de las crisis seniles que tenía con frecuencia. Todos decidieron obviar su comentario, como hacían habitualmente en esos casos, y centrarse en encontrar una salida al «fin» que tanto los agobiaba. Todos le restaron importancia a aquella frase, menos yo, la única mascota de la casa, y por tanto, no humana, pero al parecer, más perspicaz que todos ellos. Y no obstante no lo era tanto como aquella anciana arrugada cuando dijo: la salvación está al final del arcoiris.

Claro, que nunca creí que el arcoiris estuviera al final de aquel desierto, y que fuéramos nosotros los 126 elegidos para encontrar la única (última) fuente de agua en el planeta.
Así que, luego de la cantidad de gente y cosas acumuladas en aquel pedazo de tierra, todo se desmoronó y quedamos nosotros, unos indefensos e inútiles (o al menos eso creíamos ser; eso nos hicieron pensar las personas, que saben más que cualquier animal) curieles gordos y peludos en lo que sin dudas sí fue el fin del mundo.

¿Cómo desapareció todo, y todos? Quizá nunca lo sabremos. Pero tan repentino como la noticia de que sí había llegado «el fin del mundo», fue el hecho de vernos lejos de aquella tierra, lejos de todo, flotando en un globo aerostático, sobre una colosal destrucción.

Casi no recuerdo los detalles, pero sí la oscuridad y la devastación de todo lo que solía llamar «hogar». Yo era el único curiel rojo; siempre supe que era diferente, extraño (quizás por eso la anciana me tenía tanto miedo).

No sé si el color fue decisivo a la hora de escogerme, pero todos los que estábamos ahí teníamos algo diferente; grotesco, irrisorio, simplemente distinto al resto de nuestra especie. Algunos eran muy pequeños, casi del tamaño de una uña humana; otros, extremadamente grandes (a esos sí que la anciana les hubiese tenido puro pavor), del tamaño de perros o gatos jíbaros (yo trataba de no acercarme mucho a estos; me daba miedo que con su pata, de solo caminar, pudieran aplastarme).

Había unos con orejas muy grandes que apenas dejaban ver sus diminutas cabezas, y cada vez que había un sonido esos órganos se movían de tal manera que podías ver perfectamente sus tímpanos.

También estaban aquellos que tenían muchos bigotes que casi no dejaban divisar sus ojos ni su boca; con los pelos tan largos que llegaban hasta el suelo y se convertían en dos esteras que se tendían a ambos lados de sus cuerpos, como si fuesen velos de novia, de esos de cola larga que van siguiendo el recorrido hasta el altar. Y esos de patitas tan pequeñitas que prácticamente tenían que arrastrarse para caminar.

¡Tanta variedad! Realmente me asombró ver tantas particularidades en seres de mi mismo linaje. Yo solo era rojo; eso debía tener alguna relevancia o importancia especial, pero yo no veía más distinción que el color de mis pelos.
Continuará…
Todas las imágenes son tomadas de Canva
Uis, deseando a ver qué sucede con el ratoncillo rojo.
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Después de leer este primer capítulo, me han entrado ganas de conocer más del curiel:
1. ¿Qué es un curiel?
2. ¿De qué países son típicos estos animales?
3. ¿Cuál es su dieta habitual?
4. ¿Podría ser una mascota? ¿Qué cuidados necesita?
Si consigues algo de información, antes que yo sobre estas curiosidades o algunas otras, compártelas con nosotras. Muchas gracias. Saludos.
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