Al pueblo de Terrainquieta lo rodeaba un bosque tan grande que parecía un océano, y la villa, una minúscula isla en medio del inmenso mar verde.
Lo formaban cientos de árboles o quizás más, miles; de todos los tamaños, algunos de ramas altas y otros a las que les arrastraban por el suelo.
También había multitud de flores silvestres de infinitos colores, arbustos y hasta un caudaloso río con afluentes que alimentaba una enorme laguna donde vivían las plantas acuáticas.
El bosque estaba lleno de colinas y senderos, algunos larguísimos, otros más cortos. Habría sido un bosque cualquiera si no fuera porque estaba tan vivo que hasta se movía.
Los pequeños montes podían haber crecido unos cuantos metros de un día para otro y, al día siguiente, haber vuelto a bajar hasta convertirse en un pequeño valle; el río también cambiaba su cauce a su antojo. Los árboles movían sus ramas y a veces lo hacían sus raíces, de manera que iban cambiando de sitio según les viniera bien.
Las florecillas eran más atrevidas y estaban siempre de un lado para otro.
La gente que venía de afuera decía que aquel bosque era un peligro que podía atraparte o te podía engañar cuando tú quisieras salir de él. Decían que si cada día cambiaban las cosas de sitio, te podías perder fácilmente, pero a los habitantes del pueblo, su bosque no les extrañaba absoluto; llevaba miles de años allí y tanto ellos como las generaciones anteriores estaban acostumbrados a eso. Para los lugareños, el bosque no era un peligro, sino su amigo.
Un día llegaron los hombres y mujeres del gobierno de aquel país preocupados por el peligro que podrían correr los habitantes de Terrainquieta. Se reunieron con los vecinos del pueblo y contaron sus planes. Los funcionarios tenían pensado inmovilizar aquel bosque de alguna manera. Pensaban sujetar los árboles al suelo, arrancarían las flores y demolerían las colinas para evitar que hubiera corrimientos de tierra; así se convertiría en un bosque normal.
Los lugareños se enfadaron con aquella decisión; intentaron convencer a los funcionarios que el bosque era amigo de ellos y que les cuidaba a ellos tanto como ellos al bosque.
La discusión se alargó hasta que llegó la noche, y los hombres y mujeres del gobierno vieron que tendrían que quedarse a dormir en aquel lugar. Toda una contrariedad, porque estaba prevista la llegada de un terrible temporal que podría mantenerlos incomunicados varios días.
La tormenta no se hizo esperar y, en un par de horas, la aldea estaba sufriendo uno de los peores temporales que había tenido: un fuerte viento acompañaba a un enorme aguacero que pronto se convirtió en una granizada que amenazaba con echar abajo los tejados de las casas.
Imagen de Satur Lafuente. Instagram sr.click77.
Los funcionarios, que habían llegado esa misma mañana, temían que los hogares no fueran a soportar la tormenta y que, debido a la enorme cantidad de agua que estaba cayendo, se podría producir un corrimiento de tierras que enterrara toda la aldea.
El río creció hasta el nivel de desbordamiento y, entonces, ocurrió lo que aquellos forasteros jamás podrían haber imaginado.
Los terrenos que acompañaban al cauce del río fueron creciendo en altura evitando así que el agua inundara el pueblo. Las florecillas que estaban siendo golpeadas por el pedrisco corrieron dando saltitos hacia las casas, de las que sus habitantes, bajo la atónita mirada de los funcionarios, abrieron las puertas para que aquellas se resguardaran.
Como el viento era tan intenso, los árboles rodearon el pueblo para protegerlo y evitar daños a sus habitantes, pero un estruendo retumbó en el aire y un roble centenario ardió con rapidez por un rayo que arañó su tronco de arriba a abajo. El río se agitó enfurecido ante aquel ataque y dirigió una cascada de agua hasta que sofocó el fuego.
Imagen de Satur Lafuente. Instagram sr.click77.
Aquella noche no durmió nadie ni nada a causa de la tempestad, pero al amanecer, el viento y la lluvia fueron amainando hasta que el sol salió de entre las nubes.
Las pequeñas flores que inundaban las casas salieron a trompicones, tropezando unas con otras, el terreno se allanó, puesto que ya no había peligro de desbordamientos, y los árboles volvieron a sus lugares con paso lento, excepto el roble herido por el rayo. Este se quedó en la plaza del pueblo a donde los lugareños fueron a curarle su herida con resina.
—Se quedará con nosotros hasta que se cure del todo —explicó el alcalde a los hombres y mujeres del gobierno que no salían de su asombro—. Ya ha pasado más veces con otros. El bosque —continuó— cuida de nosotros. Es lo mínimo que podemos hacer por él.
Los funcionarios recogieron sus maletines y se despidieron del pueblo. Dicen que, cuando llegaron a sus despachos, dieron la orden de preservar a todos los seres que habitaran los bosques del país.
Marianela quería ser pirata interestelar. Era una profesión un poco extraña porque los niños, cuando se les pregunta qué quieren ser de mayor, ninguno dice que pirata del espacio, pero a Marianela le gustaba ese oficio y decidió ir a hacer prácticas en el campamento de verano.
El monitor que enseñaba la digna profesión de quedarse con lo de los extraterrestres le mostró, el primer día, las reglas fundamentales de la piratería en las estrellas como, por ejemplo, saltar para el abordaje desde la nave a un ovni, esconder el botín en una pequeña estrella perdida en el universo o contarle a todo el mundo que tenía un novio alienígena en cada planeta.
Los padres de Marianela no estaban muy convencidos con la nueva afición de su hija porque no sabían si se iba a ir con malas compañías y porque siempre creyeron que a Marianela le había gustado más ser delantera de fútbol o tocar el trombón.
Pero aceptaron la decisión de su hija, y no les quedó otra que desearle que enterrase muchos cofres del tesoro en las playas de planetas inhóspitos que, al fin y al cabo, eso es lo que hace un pirata.
Sin embargo, después del primer día de prácticas, Marianela llegó muy disgustada del campamento por lo que se había encontrado en el espacio mientras pilotaba la aeronave pirata.
Contó que estaba todo hecho un desastre, nunca había visto tanta basura junta desde aquella vez que organizó su fiesta de cumpleaños en el jardín de su casa.
Así que había cambiado de opinión: ya no sería pirata, sino que saldría con su trombón y reuniría a sus mil mejores amigos para que la acompañasen a protestar ante las autoridades por el estado tan destartalado del espacio. Les obligarían a hablar con sus colegas alienígenas y de allí no se apartarían hasta que dejasen el universo como los chorros del oro.
Los padres de Marianela se pusieron muy contentos. Pensaron que si ella estaba tan preocupada por el medio ambiente interestelar, tal vez, ahora, conseguirían que también arreglase su habitación.
Cuando hay una emoción que te acompaña desde pequeño, eso es porque en algún lugar del universo, hay algo que te espera.
Elías siempre dijo que tenía una hermana. Su primera palabra no fue mamá o papá, sino Pami y a sus padres les hizo gracia que su bebé empezase a hablar nombrándolos a los dos, uniendo «papi y mami». Pero cuando se le empezó a entender lo que decía, Elías contó que no eran ellos los destinatarios de esa expresión, sino su hermana, que era la que se llamaba Pami.
Sus padres, confundidos, le decían que no tenía ninguna hermana ni, tampoco, un familiar o amiga con ese nombre.
Pero Elías siempre insistía en que era su hermana Pami con la que jugaba por las noches, se contaban cuentos e, incluso, hacían los deberes juntos.
—Eso es imposible, Elías —decía, tajante, papi—, no tienes hermanos.
—Que sí, papi. Que está por el medio del Universo Que Rebota, en la constelación de Bamboleó.
Los padres se miraron con los ojos tan abiertos, que en ellos se podrían haber visto reflejadas todas las constelaciones juntas.
«… está por el medio del Universo Que Rebota, en la constelación de Bamboleó».
—Pues que mi hermana vive en el otro universo y viene todas las noches. ¡Ah! Y me está enseñando a trasladarme a su hogar, como ella hace, para que yo conozca a los padres del Universo Que Rebota.
—Pues si esa amiga tuya tiene padres no puede ser tu hermana —observó papi orgulloso de su razonamiento.
—Que es mi hermaaana… —respondió Elías con los ojos en blanco—. Sus padres sois vosotros, pero distintos y más listos…
—Bueno, mira, se acabó la tontería —zanjó papi moviendo los brazos como si estuviera batiendo el aire—. ¡A la cama!
Elías se fue a su habitación mientras mami lo miraba con una mirada angustiada. Ella no sabía si pensar que Elías tenía una amiga invisible o que su imaginación le hacía creer cosas raras.Pero cuando Elías se estaba poniendo el pijama, la luz de la habitación parpadeó y el aire se llenó de diminutas lucecitas de muchos colores que se fueron uniendo hasta formar el cuerpo de una niña un par de años mayor que él.
—Ya podrías pedir permiso para entrar, que me estoy cambiando… —protestó Elías.
—Bueno, es que hoy el túnel inter-universal me ha absorbido de una forma bestial —contestó la muchacha—. Hay huelga de ciber agentes de tráfico y vamos todos a toda pastilla —Pami se sacudió los pantalones de estrellitas—. ¿Y qué? ¿Les has dicho a nuestros padres que mañana vienes a vernos?
—Lo he intentado, pero no quieren creerme.
—Jo. Mira que son cabezones —soltó Pami— Nuestros padres de mi Universo dicen que es normal que no te crean, que aquí todos sois un poco raritos.
—Pues yo estoy nervioso —pensó Elías en voz alta—. No sé si haré bien el viaje.
—Venga. No pasa nada —Pami le palmeó el hombro para animar a Elías—. Vendremos los tres para acompañarte en tu primer viaje.
—Pues anda que si en ese momento nos ven nuestros padres de aquí… —se rio Elías.
—Pues entonces —siguió Pami—, nos vamos todos de visita a la constelación Bamboleó. Jajajaja.
«… yo estoy nervioso… No sé si haré bien el primer viaje».
El mundo está lleno de misterios que aún no hemos descubierto. Solo los valientes llegan a conocerlos y a convertirse en personas extraordinarias.
Juanjo era un chico de catorce años y, desde que tenía cinco, se había lamentado de no destacar en nada.
No era bueno en deporte, tampoco tenía buenas notas. Sus dibujos eran un horror, no tenía imaginación para escribir cuentos ni jamás había ganado un certamen de nada.
Su hermano mayor sacaba unas notas fantásticas y decía que iba a ser científico. Su hermana pequeña hacía de todo: pintaba, escribía, hacía figuras de barro y hasta diseñaba mapas de mundos fantásticos. Ella quería ser artista.
Pero Juanjo no sabía lo que quería. Se aburría en clase, no le gustaba estudiar y no pensaba en lo que quería ser de mayor.
No era bueno en deporte, tampoco tenía buenas notas. Sus dibujos eran un horror, no tenía imaginación para escribir cuentos ni jamás había ganado un certamen de nada.
Una tarde, estaba tumbado en su cama pensando en las musarañas mientras se miraba al espejo del armario que tenía delante y, de repente, su reflejo se levantó y, sin salir del espejo, se puso frente a él mirándolo con los brazos cruzados. A Juanjo casi se le salió el corazón por la boca.
—¿Qué haces ahí «parao»? —le preguntó su imagen con un tono chulesco.
Juanjo se abrazó, aterrorizado, a sus rodillas y escondió la cabeza entre ellas diciéndose que debía de estar soñando.
—¡Eh, psshh! —Oía Juanjo que lo llamaba su reflejo—. Que ¿qué haces ahí «tirao»? te estoy preguntando.
—Esto no puede estar pasando —murmuraba Juanjo sin levantar la cabeza.
—¡Anda que no está pasando…! —respondió de forma burlona la aparición—. Está pasando, como que tú y yo nos llamamos Juanjo.
Juanjo seguía sin mirar al espejo cubriéndose la cabeza con las manos.
—¡Pero muévete! —alzó la voz el reflejo— ¡Haz algo! ¡Siempre te quedas parado!
—Pues lo sé todo —respondió más tranquilo el reflejo—. Yo estoy detrás de todos los espejos a los que tú te asomas desde que nacimos. Y te conozco mejor que nadie. No haces más que compadecerte de ti, pero no haces nada.
—¡Déjame en paz! Yo no soy bueno en nada y ya está.
—Sí lo eres —insistió el del espejo—. Te doy cinco minutos para qué pienses que es lo que más te gusta hacer. No me refiero a asignaturas de clase, sino a eso en lo que te pasarías el día entero haciendo por gusto.
—No necesito cinco minutos para pensarlo —respondió Juanjo más sereno—. Siempre he disfrutado viendo cómo hacen pasteles y tartas. Esas que llegan a tener un montón de pisos o las que están cubiertas de cremas de todos los colores y…¡ah, sí, espera! las que tienen formas increíbles como animales, castillos, juguetes… —Juanjo estaba súper entusiasmado hablando de lo que podía hacer un pastelero.
—Pues lo sé todo —respondió más tranquilo el reflejo—. Yo estoy detrás de todos los espejos a los que tú te asomas desde que nacimos. Y te conozco mejor que nadie.
—Diles a tus padres que es eso lo que te gusta y para lo que quieres prepararte.
—Nooo, ¿qué dices? —respondió Juanjo divertido—. Eso no lo dan en el colegio.
—Pues di que te apunten en alguna academia de pastelería —insistía el reflejo.
—No —seguía Juanjo muy poco convencido—. Tiene que ser muy complicado.
—¿Por qué? —preguntó el reflejo.
—Hum, no sé. A lo mejor no admiten a niños o… costará mucho dinero… o… seguro que mis padres no quieren.
—Pero ¿quieres dejar de poner excusas? —El reflejo ya estaba enfadado—. Queremos ser pasteleros. Es lo que siempre hemos querido desde que empezamos a comer pasteles. Bueno, desde que empezaste tú y yo te copiaba en algún espejo. Pero quiero verme con el traje de pastelero y embadurnado de dulce. ¡Lo estamos deseando y tú solo pones pegas! ¡Empieza ya!
Juanjo se dio cuenta de que no se atrevía y no sabía por qué. Le aterrorizaba ponerse manos a la obra y su reflejo del espejo tenía mucha razón. ¡Qué suerte haber tenido esa extraña conversación!
Se fue al salón donde estaban sus padres viendo la televisión.
—Papá, mamá, quiero ser un gran pastelero y me gustaría empezar a prepararme para eso.
Los padres lo miraron sorprendidos por esa confesión tan repentina, pero su madre sonrió y dijo:
—Ya lo sabía, Juanjo. Siempre te ha encantado. No sé por qué has tardado tanto en decirlo.
Pitete era un cometa al que le gustaba jugar a saltar de estrella en estrella. A Pitete le hacía mucha gracia cuando al acercarse a una estrella, ésta tomaba aire y más aire hasta que su tripa se inflaba tanto que cuando llegaba Pitete, rebotaba y era lanzado de estrella en estrella.
Todas temían la estela de Pitete, pues con un solo roce de su gran cola les hacía mucho daño, pero nunca se lo habían dicho al cometa.
Y así iba él, de estrella en estrella jugando y saltando.
Una noche, una estrella ya muy mayor, aún estaba adormilada y no vio a Pitete; no tomó aire, ni infló su tripa y por ello el cometa no rebotó. Cayó en ella y sin saber él lo que sucedería, hizo un agujero en el cuerpo de la estrella dejándola sin una patita.
Una parte de Pitete se enfrió, porque las lágrimas de su tristeza no aguantaban el dolor de la estrella. Poco a poco fue menguando hasta quedar dormido.
—¡Despierta, niño! No te quedes en mi regazo y mira— le dijo la estrella señalando a una pequeña luz que brillaba, delante de ellos. —No estés triste, niño, que algo hermoso ha sucedido.
—¿Qué es? —Dijo Pitete secándose otra lágrima.
—Es un nuevo cometa que se ha creado con el golpe. Lo llamaremos Antón ¿Qué te parece?
—Me gusta mucho su nombre. ¿Por qué él no tiene cola como yo?
—Porque tiene que crecer, así eras tú hace muuuucho tiempo, pero no lo recuerdas. ¡Anda ve a jugar con él!
La estrella animó a Pitete que comenzó a brillar de nuevo con gran intensidad y marchó con su nuevo amigo.
—Correréis y viajareis por todo el universo. Ya me contareis lo que vais viendo, queridos niños.
Desde entonces, Pitete ya no juega a saltar de estrella en estrella, ahora juega con Antón a hacer carreras y bonitas piruetas.
—Y lo mismo pasa con las mariposas —continuó el maestro jardinero —. Ellas hacen la misma función.
—En eso sí tienen la culpa los de la ciudad —protestó uno de los padres —, con toda su contaminación están destruyendo nuestros campos.
Los demás padres y madres le dieron la razón y se pusieron a discutir entre ellos por el daño que les estaban haciendo los de fuera.
—¡Alto ahí! —cortó el maestro agricultor—. Vamos a empezar por nosotros y seguro que encontraremos la razón.
—Sí —continuó el maestro explorador—. Vamos a aclarar ya esta situación y a aprender qué estamos haciendo mal.
—¡Imposible! —se quejó otro de los padres—. Nosotros llevamos una vida sana respetando el medio ambiente. Amamos la naturaleza, y los niños también.
—Siempre hay algo que mejorar. Nadie es perfecto —Quiso apaciguar el maestro explorador—. Que desaparezcan los insectos no solo es culpa de la contaminación de otras ciudades…
—Es cierto —interrumpió el maestro agricultor —. También puede pasar que nos hayamos dedicado más a plantas que no son del gusto de las abejas. —Miró al maestro jardinero—. ¿Qué flores estás cuidando?
—Ah. Mis flores —el jardinero sonreía al pensar en ellas—. Llevo un par de años creando un inmenso jardín de las flores más hermosas: dalias, tulipanes, geranios y rosas, magníficas rosas majestuosas de muchos colores, y todas rodeadas por un enorme seto de un verde espléndido.
—¿Y sabes qué pasa con esas flores? —le preguntó el maestro agricultor entrecerrando los ojos como si estuviera en medio de una investigación.
Todos los demás, niños y adultos, rodeaban a los maestros como si estuvieran presenciando el descubrimiento del autor de un terrible crimen.
—¿Qué les va a pasar? —Se defendió el maestro jardinero—. Que son hermosas y la envidia de cualquiera que quisiera tener un jardín como el mío.
—También son las que menos gustan a los insectos —contestó el maestro explorador—. Parece mentira que no lo sepas.
También puede pasar que nos hayamos dedicado más a plantas que no son del gusto de las abejas.
Eso dolió mucho al maestro jardinero.
—Mi trabajo es tener flores y plantas sanas y si además son preciosas, no veo el problema.
—Pues sí que lo hay —atajó el maestro agricultor — cuantos más pétalos tienen las flores, más difícil es para las abejas conseguir néctar para sus colmenas y si ese jardín está rodeado por un inmenso bosque, los insectos se irán a otros lugares.
—Puedes tener un precioso jardín, pero sin olvidarte de nuestras flores de siempre, las silvestres. Son las que siempre han gustado a los insectos que buscan néctar —dijo el explorador al jardinero al verlo tan desilusionado.
—Esta es la razón por la que no debemos culpar a los de afuera de nuestros problemas —Se volvió el maestro explorador a todos los que estaban allí—. La culpa puede ser nuestra. El río arrastraba restos porque echamos a los castores de su hogar, los hongos que acababan con la podredumbre estaban casi extinguidos porque son lo que más nos gusta comer…
—Y, ahora las plantas del huerto dejarán de producir sus frutos porque las abejas que llevan y traen el polen de unas plantas a otras se están yendo, y todo porque he descuidado las flores que a ellas les gustan —continuó el maestro jardinero cabizbajo.
—Así es —siguió el explorador—. Yo también tengo mucha culpa. He descubierto que en mis viajes dejo mucha basura tirada en la montaña sin darme cuenta. Como veremos ahora cuando regresemos a nuestro campamento antes de volver a casa.
—Y nosotros empeñados en ir a quejarnos a los de la ciudad… — dijo la madre de Lotay.
—Pero nos hemos dado cuenta a tiempo para rectificar, ¿verdad? —preguntó otro de los padres—. ¿Ahora podremos curar la morera?
—Bueno…eso es algo que tenemos que aclarar los tres —respondió el maestro agricultor mirando al explorador y al jardinero—. Lo de la morera fue una excusa que utilizamos para hacer este viaje y aprender de nuestros errores.
—Lo que le pasa a nuestra morera —continuó el maestro jardinero— es que tiene muchos años y, poco a poco, nos irá dejando.
—Pero ¿no podemos hacer nada para evitarlo? —suplicó Lotay.
Todos los niños y algunos padres también se mostraron preocupados. No querían perder al imponente árbol que estaba con ellos desde hacía generaciones.
—Sí, Lotay —respondió el maestro explorador dirigiéndose a todos—. Sí podemos hacer algo, cuidarla como la abuelita que es y mantenerla en el entorno sano y hermoso en el que siempre ha estado hasta que nos deje. Estoy seguro de que con vuestros juegos y compañía será muy feliz. ¡Venga! —animó para quitar hierro a ese triste asunto. Se puso la mochila a la espalda y se dispuso a andar—. Volvamos a casa. Dentro de nada, tendremos una nueva excursión.
Miguelín, como lo llamaban en casa, tenía un secreto guardado: ¡le encantaba bailar! Podía estar horas y horas haciendo videos de bailes. Cada uno era diferente al otro e iba aumentando la dificultad, luego los guardaba a buen recaudo en su ordenador, bien encriptados para que nadie pudiera verlo. Entrenaba a diario en su habitación pasos de diferentes tipos de bailes: funky, hip- hop, incluso probó el jumpstyle.
Después de entrenar se preparaba un baile hasta que pensaba que ya quedaba perfecto o estaba muy cansado; luego se grababa en video y lo guardaba sin verlo. Nunca se había visto bailando porque era tremendamente tímido y por eso nadie conocía su secreto, ni siquiera sus padres.
Pero pronto se dio cuenta que su habitación se le quedaba muy pequeña y necesitaba un espacio más grande donde poder entrenar. No le dejarían que se alejara mucho de su casa porque solo tenía diez años, así que después de pensarlo mucho debía tomar una decisión. Le contaría su secreto a su abuela, ella lo entendería, había sido bailarina profesional.
—Abuela, tengo que decirte una cosa muy importante para mí. No lo sabe nadie y necesito tu ayuda. — Miguelín estaba muy nervioso y no sabía cómo contarle a la abuela su secreto. — ¿Por las tardes podría venir a tu casa a entrenar?
—¿Y qué vas a entrenar y dónde? —El sudor empezó a correr por la frente de Miguelín, las manos ya le resbalaban, un nudo se le hizo en el estómago cuando la mujer sintió mucha curiosidad.
—Había pensado en tu sótano que es muy grande.
—Uy hijo, claro que sí puedes venir, pero el sótano está preparado como sala de baile. Debes tener cuidado con los espejos y con el suelo si vas a utilizar pelotas u otras cosas. Porque, ¿qué vas a entrenar?
—Esto, yo, yo, …—Miguelín no sabía cómo actuar.
—¡Hijo, arranca! ¡Dímelo ya! Debo saber qué harás abajo todos los días, tu madre me pedirá explicaciones y como comprenderás tendré que dárselas.
—Abuela, llevo bailando algunos años y mi habitación se ha quedado pequeña. Ni mis padres, ni nadie sabe que bailo.
—Ja, ja, ja eso te lo crees tú. Cariño mío, tus padres claro que lo saben y yo también. Demasiado tiempo has tardado en venir a mi casa. ¿Cómo crees que llega hasta a ti la música de hip hop y funky y el resto de música callejera que encuentras de forma casual en tu casa?
—¿Cómo que todos sabéis que bailo? ¿Cómo? —MIguelín no daba crédito a lo que escuchaba.
Por la cabeza le pasó que los padres habían roto la seguridad de su portátil o….
—Miguelín, hijo, no le des más vueltas a las cosas. El que te guste el baile es maravilloso y además lo haces de maravilla, te lo digo yo que entiendo de esto. Mi pasión por la danza contemporánea parece que hizo mella en ti cuando eras pequeño, pero dejaste de practicarlo por miedos e inseguridades, por tu timidez.
—Pero ¿cómo sabéis que bailo?
—Porque tu habitación da justo al patio delantero y te vemos por los grandes ventanales que tienes, hijo.—El niño se golpeó la cabeza con la mano, el asombro se dibujaba en su cara.
Es cierto que Miguelín encontraba cds o pen drives por diferentes lugares de la casa y los cogía para escucharlos. Luego investigaba qué tipo de música era y los bailes a los que se asociaban y luego practicaba con sus airpods con la música a toda pastilla. Cuando bailaba se abstraía tanto en su mundo que no veía nada más, ni a sus padres, ni a su abuela que lo observaba desde fuera.
—Hijo mío, aquí podrás practicar con la música que desees sin necesidad de estropear tu audición, ya no necesitarás esos auriculares tan raros que usas. Serás libre de bailar lo que desees. ¡Ah, por cierto! Invita a tu vecina Sofía, porque está deseando que le enseñes esos pasos de bounce o rocking del hip hop.
El grupo de chicos y chicas junto con los padres y maestros se levantaron muy pronto para la excursión montaña abajo y seguir investigando qué daños se habían producido en el medio ambiente.
Era el último día de excursión y volverían a la aldea por la tarde, de manera que todos se iban a tener que aplicar en encontrar qué era lo que provocaba la enfermedad de su morera centenaria.
Bajaron junto al río a paso lento fijándose en cualquier detalle que les diera alguna pista, y Reyna aprovechó para hacer lo que más le gustaba, buscar insectos. Pidió a Lalo que la acompañara porque él era el más pequeño y no pondría ninguna pega, y se fueron a un prado cercano donde Reyna estaba segura que encontraría toda clase de mariposas.
Lotay, Santi y Karam dijeron que su investigación se iba a centrar en comprobar los peces que había en el río, pero la realidad es que lo que buscaban era chapotear y revolcarse en el agua.
Cada cual hizo lo que más le gustaba: se bañaron, corrieron, los padres pasearon e, incluso, el padre de Karam se tumbó al sol.
Reyna y Lalo volvieron del prado con una noticia.
—¡Atención todos! —A Reyna le gustaba mucho que la escucharan cuando ella hablaba—. Lalo y yo hemos estado en el prado para buscar insectos, que ya sabéis que entiendo algo de eso porque me estoy preparando para entomóloga… —A Reyna también le gustaba mucho hablar de sí misma—, y ¿sabéis qué ha pasado? —Miró a su alrededor para asegurarse de que todos la escuchaban. Lalo puso los ojos en blanco.
—¡No hemos encontrado nada! —exclamó la niña cruzando los brazos ante su cara y abriéndolos de golpe.
—¡Buah! Ya estamos otra vez —refunfuñó el maestro explorador.
—Pero…na-da na-da —decía Reyna cruzando y descruzando los brazos ante la cara cada vez que pronunciaba la palabra nada.
Reyna aprovechó para hacer lo que más le gustaba, buscar insectos.
—Es verdad —dijo Lalo muy serio — . Yo he buscado escarabajos peloteros para tener uno como mascota, pero no he encontrado ninguno.
—Estoy harta de decirte que no metas porquerías en casa —le regañó su madre.
—Bueno… —interrumpió el maestro explorador dando dos palmadas —. Vamos a ver qué pasa porque esta noche quiero dormir en mi cama.
E inmediatamente, subió la cuesta que llevaba al prado sin bichos seguido por todos los demás que resoplaban casi sin aliento. Allí, el maestro explorador junto con el jardinero comprobaron que Reyna y Lalo decían la verdad.
El maestro agricultor se había apartado a otro lugar y volvió diciendo que con las abejas de sus colmenas había pasado algo parecido y casi habían desaparecido.
—No es nada bueno, no señor —repetía el maestro agricultor negando cabizbajo—. Si desaparecen mis abejas, mis plantas no tendrán frutos y perderemos todas las flores.