Publicado en A partir de 11 años, Cuento

Coraje, un Conejillo de Indias. Capítulo 4. Final

Ya afuera, me erguí (todo lo que se puede enguir una pequeña ratita como yo), moví mi hocico 360 grados miles de veces, y salté frenéticamente hacia la mole.

En ese momento la montaña volvió a temblar; el eco que semejaba una explosión de palabras se convirtió en un atormentante llanto. La estructura comenzó a partirse en dos (como lo había hecho antes el arcoiris), y se dejó ver, al final de un camino (un verdadero camino de tierra), a casi cincuenta metros de distancia, una enorme cascada.

No había más nada que hacer que lo que mis patas, roji-peludas y pequeñas, me pedían: correr hacia ella a toda velocidad. ¿Era esa el agua ansiada que tanto habíamos buscado? No lo podía creer. En medio de la euforia que me hacía correr a toda velocidad sentí que aquel medio kilómetro se me hizo tan corto como unos pocos pasos.

Y al llegar me lancé de un salto, como un dibujo animado, sin miedo a caer al vacío, hacia las alborotadas aguas que corrían debajo de la gran cascada. Hundido en el agua, con todos mis pelos empapados, vi mi color rojo perderse por completo y, como un perfecto ratón albino, seguí moviéndome con la corriente del inmenso lago que recogía esa perfecta, pura, y cristalina agua.

Hasta que logré subir a la superficie, y ahí, como una boya regordeta, sin el más mínimo rastro del color que toda la vida me había caracterizado, vi a todos mis hermanos saltando como locos, por encima de mí. Cada uno de ellos siguió mis pasos hacia el hermoso lago.

Mientras me rodeaban por todos lados, sintiendo sus chillidos descontrolados de alegría, entendí que nunca había sido mi color, ni el hecho de no tener cuerdas vocales, lo que me hizo llegar a la meta.

Yo era uno más, de entre tantos; y como tantos, no tenía nada diferente que me ayudara a liderar aquella valiente travesía. Era solo una ratita que creyó estar preparada para salvar al mundo, respaldada por el mejor equipo de amigos, y con una pequeña arma secreta: coraje. Pensé que quizá así debía llamarme a partir de ese momento.

Y así lo grité (o lo chillé): «me llamo Coraje». Mi nombre rebotó en todos mis alrededores desde mis perfectas cuerdas vocales (fuertes como la misma mole que casi nos había aplastado), que por primera vez me hacían hablar. La felicidad me llenaba el alma mientras veía mis pelos empaparse con aquella maravillosa agua.

Fin

Imágenes: Canva

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