Al pueblo de Terrainquieta lo rodeaba un bosque tan grande que parecía un océano, y la villa, una minúscula isla en medio del inmenso mar verde.
Lo formaban cientos de árboles o quizás más, miles; de todos los tamaños, algunos de ramas altas y otros a las que les arrastraban por el suelo.
También había multitud de flores silvestres de infinitos colores, arbustos y hasta un caudaloso río con afluentes que alimentaba una enorme laguna donde vivían las plantas acuáticas.
El bosque estaba lleno de colinas y senderos, algunos larguísimos, otros más cortos. Habría sido un bosque cualquiera si no fuera porque estaba tan vivo que hasta se movía.
Los pequeños montes podían haber crecido unos cuantos metros de un día para otro y, al día siguiente, haber vuelto a bajar hasta convertirse en un pequeño valle; el río también cambiaba su cauce a su antojo. Los árboles movían sus ramas y a veces lo hacían sus raíces, de manera que iban cambiando de sitio según les viniera bien.
Las florecillas eran más atrevidas y estaban siempre de un lado para otro.
La gente que venía de afuera decía que aquel bosque era un peligro que podía atraparte o te podía engañar cuando tú quisieras salir de él. Decían que si cada día cambiaban las cosas de sitio, te podías perder fácilmente, pero a los habitantes del pueblo, su bosque no les extrañaba absoluto; llevaba miles de años allí y tanto ellos como las generaciones anteriores estaban acostumbrados a eso. Para los lugareños, el bosque no era un peligro, sino su amigo.
Un día llegaron los hombres y mujeres del gobierno de aquel país preocupados por el peligro que podrían correr los habitantes de Terrainquieta. Se reunieron con los vecinos del pueblo y contaron sus planes. Los funcionarios tenían pensado inmovilizar aquel bosque de alguna manera. Pensaban sujetar los árboles al suelo, arrancarían las flores y demolerían las colinas para evitar que hubiera corrimientos de tierra; así se convertiría en un bosque normal.
Los lugareños se enfadaron con aquella decisión; intentaron convencer a los funcionarios que el bosque era amigo de ellos y que les cuidaba a ellos tanto como ellos al bosque.
La discusión se alargó hasta que llegó la noche, y los hombres y mujeres del gobierno vieron que tendrían que quedarse a dormir en aquel lugar. Toda una contrariedad, porque estaba prevista la llegada de un terrible temporal que podría mantenerlos incomunicados varios días.
La tormenta no se hizo esperar y, en un par de horas, la aldea estaba sufriendo uno de los peores temporales que había tenido: un fuerte viento acompañaba a un enorme aguacero que pronto se convirtió en una granizada que amenazaba con echar abajo los tejados de las casas.

Los funcionarios, que habían llegado esa misma mañana, temían que los hogares no fueran a soportar la tormenta y que, debido a la enorme cantidad de agua que estaba cayendo, se podría producir un corrimiento de tierras que enterrara toda la aldea.
El río creció hasta el nivel de desbordamiento y, entonces, ocurrió lo que aquellos forasteros jamás podrían haber imaginado.
Los terrenos que acompañaban al cauce del río fueron creciendo en altura evitando así que el agua inundara el pueblo. Las florecillas que estaban siendo golpeadas por el pedrisco corrieron dando saltitos hacia las casas, de las que sus habitantes, bajo la atónita mirada de los funcionarios, abrieron las puertas para que aquellas se resguardaran.
Como el viento era tan intenso, los árboles rodearon el pueblo para protegerlo y evitar daños a sus habitantes, pero un estruendo retumbó en el aire y un roble centenario ardió con rapidez por un rayo que arañó su tronco de arriba a abajo. El río se agitó enfurecido ante aquel ataque y dirigió una cascada de agua hasta que sofocó el fuego.

Aquella noche no durmió nadie ni nada a causa de la tempestad, pero al amanecer, el viento y la lluvia fueron amainando hasta que el sol salió de entre las nubes.
Las pequeñas flores que inundaban las casas salieron a trompicones, tropezando unas con otras, el terreno se allanó, puesto que ya no había peligro de desbordamientos, y los árboles volvieron a sus lugares con paso lento, excepto el roble herido por el rayo. Este se quedó en la plaza del pueblo a donde los lugareños fueron a curarle su herida con resina.
—Se quedará con nosotros hasta que se cure del todo —explicó el alcalde a los hombres y mujeres del gobierno que no salían de su asombro—. Ya ha pasado más veces con otros. El bosque —continuó— cuida de nosotros. Es lo mínimo que podemos hacer por él.
Los funcionarios recogieron sus maletines y se despidieron del pueblo. Dicen que, cuando llegaron a sus despachos, dieron la orden de preservar a todos los seres que habitaran los bosques del país.
Olga Lafuente.